Desde nuestra época como cazadores y recolectores, hemos ido transformando el territorio para lograr obtener los alimentos que necesitamos para subsistir. Hemos talado bosques, roturado tierras, amansado aguas y desarrollado diversas sustancias y materiales con el fin de ir enmendando a una naturaleza revoltosa que se resistía a nuestro apetito. Así, desbordamos las previsiones de Malthus, quien supuso que seríamos incapaces de seguir el ritmo de crecimiento demográfico y que no habría suficientes alimentos para todos.

Pero lo logramos. Tanto como para que en la actualidad haya la misma preocupación por la epidemia de obesidad que por las hambrunas.

Diversas tecnologías han permitido producir, conservar y distribuir un flujo continuo de alimentos por casi todo el planeta. El coste ambiental ha sido demoledor: a la agricultura y la ganadería se le achacan buena parte de nuestro variado surtido de problemas medioambientales.

Diferentes estudios calculan que el sistema alimentario global provoca el 26 % de gases de efecto invernadero, el 80 % de la deforestación y el 70 % del consumo de agua dulce, además de ser la mayor causa de pérdida de biodiversidad terrestre. A esto hay que sumar el impacto de las prácticas agrícolas no sostenibles, que erosionan y salinizan el suelo, agotan nutrientes y acuíferos y contaminan con agroquímicos ecosistemas terrestres y acuáticos.

Ante este panorama, en un reciente estudio publicado en Nature (1), un equipo internacional de investigadores proponemos revisar el modelo actual de producción de alimentos para mitigar su enorme impacto en el planeta.

Así, sugerimos una serie de estrategias dirigidas a conservar y recuperar los ecosistemas terrestres con el fin, precisamente, de proteger nuestra seguridad alimentaria. Nos referimos a elementos esenciales como son el suelo, el agua y la biodiversidad, tres víctimas de los procesos de desertificación.

Una tubería de agua y dos invernaderos en un paisaje montañoso.
El uso insostenible de los recursos hídricos en numerosas regiones áridas ha propiciado efímeros milagros económicos y una duradera inseguridad hídrica. Jaime Martínez Valderrama / CC BY-NC-SA

 

1. Reducir el desperdicio alimentario

 

La primera propuesta es bastante obvia y consiste en no tirar a la basura lo que tanto trabajo, energía y recursos cuesta producir. Puede resultar sorprendente, pero casi un tercio de lo que producimos no nos lo comemos. Es más, en ocasiones estos alimentos ni siquiera llegan a los circuitos comerciales por dos razones.

En primer lugar, la sobreproducción hace que el precio del producto sea inferior a su coste de producción y al agricultor no le merezca la pena recogerlo. La segunda razón es que los alimentos no sean lo suficientemente bonitos y homogéneos, lo que parece espantar a un consumidor más atento al aspecto que a los nutrientes.

Reducir el desperdicio alimentario en un 75 % para 2050 podría liberar más de 13 millones de kilómetros cuadrados de tierra, lo que supone ahorrar recursos y dejar de emitir 102 gigatoneladas (102 000 millones de toneladas) de CO₂-eq.

Sandías abiertas sobre un terreno agrícola seco
Sandías no cosechadas debido a su bajo precio pudriéndose bajo el sol (agosto de 2025). Juan Vázquez Navarro / CC BY-NC-SA

 

2. Restaurar suelos degradados

 

Nuestra segunda propuesta es restaurar el 50 % de las tierras degradadas para 2050, con un enfoque particular en las áreas agrícolas. Con ello se podría recuperar la funcionalidad ecológica de 3 millones de kilómetros cuadrados de zonas agrícolas (con un potencial de mitigación de emisiones de 21 Gt CO₂-eq) y de casi otros 9 millones de km² de zonas naturales (con un potencial de mitigación de 128 Gt CO₂-eq).

Esta restauración no solo impulsa la recuperación de la biodiversidad y la fijación de carbono en los ecosistemas, sino que también fortalece a las comunidades locales y a los pequeños agricultores al promover prácticas sostenibles de gestión de la tierra.

 

3. Aumentar el consumo de alimentos marinos

 

La tercera vía destaca el enorme potencial de los alimentos marinos obtenidos de forma responsable, que requieren muchos menos recursos. Sustituir el 70 % de la carne roja producida de manera insostenible y el 10 % de los vegetales por algas y sus derivados podría liberar 17,5 millones km² de tierra destinada a pastos, forraje y piensos (como ocurre con la soja y el maíz forrajero por ejemplo). Al mismo tiempo, se reduciría de forma significativa el impacto del sistema alimentario global: desde las emisiones de gases de efecto invernadero (145 Gt CO₂-eq) hasta la degradación de la tierra, la deforestación, el uso excesivo de agua y la pérdida de biodiversidad.

Los peces pelágicos (aquellos que viven en el océano alejados de la costa), los salmónidos silvestres y los bivalvos de cultivo proporcionan más nutrientes con menos emisiones y una huella hídrica y química sintética casi nula en comparación con la mayoría de las fuentes de alimentos de origen animal terrestre.

Imagen aérea que muestra numerosos campos de cultivo
La transformación del territorio para alimentarnos ha creado diversos tipos de degradación que amenazan nuestra seguridad alimentaria e hídrica. Recuperar los recursos degradados es esencial revertir esta tendencia. PNOA 2022, Instituto Geográfico Nacional, Fondo Español de Garantía Agraria, Comunidad Autónoma de Andalucía, Comunidad Autónoma de Extremadura y O.A. Centro Nacional de Información Geográfica / CC BY

 

Tres convenciones que deben ir en una misma dirección

 

Nuestra propuesta pretende de esta manera abordar conjuntamente los objetivos de las tres Convenciones de Naciones Unidas surgidas de la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro (1992) y dedicadas a los principales retos ambientales de la Tierra:

  • La Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC), enfocada en reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y mitigar el cambio climático.

  • El Convenio sobre la Diversidad Biológica (CDB), orientado a la conservación de la biodiversidad.

  • La Convención de las Naciones Unidas de Lucha contra la Desertificación (CNULD), centrada en combatir la degradación de tierras áridas, semiáridas y subhúmedo secas, promoviendo prácticas de manejo sostenible del suelo y fomentando el desarrollo de comunidades afectadas.

A pesar de las claras interdependencias entre las tres convenciones y del papel central que desempeña la tierra para alcanzar sus objetivos, la mayor parte de la investigación sobre su implementación ha tratado los acuerdos de manera separada. En términos de inversiones financieras y de atención, los esfuerzos para combatir la degradación de la tierra son muy desiguales en el caso de los tres acuerdos.

A raíz de las Conferencias de las Partes (COP) de las tres convenciones de Río, celebradas en el último trimestre de 2024, se han impulsado iniciativas conjuntas como el Trío de Río para promover soluciones integradas y sistémicas.

Las COP mostraron un creciente interés en priorizar la tierra y su degradación, así como en reconocer el papel indispensable de los suelos y de la agricultura sostenible para resolver estas crisis.

Sin embargo, los sistemas alimentarios aún no se han incorporado plenamente a los acuerdos intergubernamentales ni reciben la atención suficiente. Las estrategias se centran más en restaurar ecosistemas degradados mediante iniciativas emblemáticas como la Gran Muralla Verde o el Desafío de Bonn.

Aprovechar el potencial de unos sistemas alimentarios sostenibles e integrados no solo ayudaría a alcanzar los objetivos de desarrollo sostenible, sino que también permitiría a los países garantizar un derecho humano recientemente reconocido: el derecho a un medio ambiente limpio y saludable.The Conversation

Referencias