En tiempos de crisis, inversiones seguras. Y ninguna lo es más que la tierra. Siempre habrá que cultivar alimentos, aunque mucha gente no pueda acceder a ellos. Así que, en la última década, los grandes capitales internacionales se han lanzado a la adquisición de enormes parcelas en todo el globo, especialmente en África y Suramérica, para emplearlas en cultivos destinados a la exportación o a usos industriales.

El Banco Mundial estima que se han comprado ya entre 50 y 80 millones de hectáreas en zonas muy pobres del planeta, cuyos habitantes se han quedado sin campos que labrar. Para cientos de miles de personas no quedará otra alternativa que el hambre o el éxodo a las ya superpobladas ciudades del mundo en desarrollo.

El land grabbing, o acaparamiento de tierras, se está convirtiendo en uno de los más graves problemas sociales y ambientales del nuevo siglo, y amenaza con terribles consecuencias como hambrunas y conflictos armados. En Honduras, la disputa por las parcelas en el Bajo Aguán ha causado ya más de 60 muertos.

El fenómeno se intensificó tras la crisis alimentaria que disparó los precios de los alimentos en 2008. Algunos estados con grandes recursos financieros pero escasa tierra cultivable, principalmente los árabes del Golfo, dependientes casi al cien por cien de las importaciones para su abastecimiento, empezaron a comprar suelo africano para que su suministro no volviera a verse amenazado. Desde mediados de 2008 a 2009, las transacciones registradas de terrenos agrícolas realizadas por inversores extranjeros en países en desarrollo crecieron un 200 por ciento, señala Oxfam International.

El Banco Mundial calcula que se han comprado de 50 a 80 millones de hectáreas

Inversores y especuladores han vuelto sus ojos hacia el campo. Banqueros de Wall Street compran ranchos en Brasil. Príncipes saudíes se hacen con fincas en Filipinas. Los gigantes malasios del aceite de palma acumulan plantaciones en África Occidental. “Cada vez menos personas producen más comida para más de nosotros. Y eso va a empeorar durante los próximos 20 o 30 años. Así que, si es inteligente, invierta su dinero en cualquier cosa relacionada con la agricultura”, aconseja el asesor financiero Jim Rogers.

Según la ONG Grain, unos 10 millones de hectáreas pasan cada año a manos del gran capital internacional desde 2007. Oxfam International cree que son muchas más: afirma que en la última década se ha acaparado de esta forma una superficie equivalente a ocho veces la extensión del Reino Unido (¡y como la de Londres, cada seis días!). En Camboya se han vendido ya a empresas privadas entre el 56 y el 63% de las tierras cultivables. Más del 30% de Liberia ha cambiado de manos en apenas cinco años.

Estas tierras podrían alimentar a unos mil millones de personas, cifra que coincide con el número de seres humanos que pasan hambre según la Organización de la ONU para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Pero lo que se recolecta en ellas no se destina a nutrir a los más desfavorecidos (a los que, de hecho, se expulsa de las mismas).

 

Biocombustibles

 

Y, a menudo, la cosecha ni siquiera llenará estómagos humanos: alimentará ganado, procesos industriales o los depósitos de vehículos impulsados por biocombustibles, una tecnología supuestamente verde que se está convirtiendo en uno de los mayores peligros para la seguridad alimentaria en los países del Sur.

“Los cuatro cultivos principales en las tierras acaparadas son apuestas seguras porque tienen muchas aplicaciones alimentarias o industriales. Por eso se les llama flexicrops (cultivos flexibles). Son la palma de aceite, la caña de azúcar, la soja y los agrocombustibles”, explica Henk Hobbelink, el cofundador de Grain, entidad premiada en 2011 con un Right Livelihood Award —considerados los premios Nobel alternativos— por su denuncia de estas prácticas, a la que ha puesto caras, nombres y apellidos.

La superficie dedicada en el mundo a cultivar palma de aceite se ha multiplicado por ocho en 20 años. Eran ya 7,8 millones de hectáreas en 2010. Y las previsiones son que se duplique para 2020. Y, para agravar el problema ambiental, más del 70% de la soja cultivada en el mundo está modificada genéticamente. En Suramérica, dicho producto cubre ya más de 46 millones de hectáreas.

La extensión afectada en África y América podría alimentar a 1.000 millones de personas 

La peor consecuencia a corto plazo del fenómeno acaparador es la expulsión de los campesinos pobres de unas tierras que han trabajado durante generaciones, aunque no puedan esgrimir un título de propiedad de las mismas. Solamente en la provincia etíope de Gambela han sido desplazadas forzosamente unas 70.000 personas. La organización Human Rights Watch ha denunciado los abusos cometidos por las autoridades en las zonas del país afectadas por la recolocación de las poblaciones.

Y, en realidad, “lo valioso no es la tierra”, admite Neil Crowder, de Chayton Capital, sociedad con sede en el Reino Unido que ha estado adquiriendo tierras agrícolas en Zambia: “El real valor está en el agua”. En pleno cambio climático, quien posea las fuentes tendrá el poder económico. Un tercio de los africanos ya viven en zonas con escasez. Las iniciativas agrícolas en curso amenazan con secar los acuíferos, e incluso los grandes ríos.

Según Grain, la cuenca del Nilo, objetivo de una enorme oleada de planes agroindustriales de este tipo, corre serio peligro de colapso hídrico. Además de los proyectos en Etiopía (país del que proviene el 80% del agua del río, que ha comprometido ya 3,6 millones de hectáreas con fondos extranjeros), aguas abajo, Sudán del Sur y Sudán han vendido 4,9 millones más a corporaciones foráneas y Egipto no deja de promover más y más regadíos en el desierto, entre ellos 140.000 hectáreas adquiridas por potentados saudíes y emiratíes. “Si todos estos proyectos salen adelante, el Nilo se seca”, afirma Hobbelink. Y la falta de agua llevaría a un conflicto armado generalizado en la zona.

“Ahora no tengo tierra. El hambre está matando gente. Debemos comprar arroz para sobrevivir porque ya no lo producimos”, se lamenta Zainab Kamara, una campesina de Sierra Leona desplazada por el proyecto de la empresa suiza Addax Bioenergy de plantación de 10.000 hectáreas de caña de azúcar para fabricar etanol. La iniciativa cuenta con el visto bueno del Banco de Desarrollo Africano, el Banco Mundial y la Unión Europea así que “no me siento culpable de hacer nada inmoral”, se defiende el propietario de la compañía, Jean-Claude Gandur.

La organización suiza Pan para todos (Brot für alle) estimó que el proyecto puede generar unos recursos de cerca de 50 millones de euros. De ellos, los más de 2.000 trabajadores locales se llevarán aproximadamente el 2%. Y los campesinos que han arrendado las tierras, el 0,2%. Las personas afectadas cobrarán menos de un euro mensual por su implicación en un proyecto que se promociona como una iniciativa beneficiosa para el medio ambiente.