El suelo es un recurso vivo, y puede enfermar. Lo hemos modificado a nuestro antojo, alimentado y envenenado. Hemos dañado la salud de la tierra sobre la que caminamos, en la que cultivamos nuestros alimentos y pastan los animales. Y la responsabilidad de su calidad también es nuestra.

Una preocupación que no debe limitarse a cuando la ONU nos recuerda que existe un Día Mundial del Suelo –el 5 de diciembre– para actuar contra la pérdida de suelo fértil en el planeta y su repercusión en la seguridad alimentaria.

Los que investigamos en este ámbito sabemos que lo primero es diagnosticar cómo se encuentra. Y lo podemos hacer con métodos sencillos, como el de la bolsita de té, y más conocidos, como las PCR. Sí, al suelo.

El suelo es más de lo que vemos

 

El suelo es, para muchos, un concepto banal. Es el sustrato sobre el que caminamos, ya sea en casa o en la calle o el campo. Sin embargo, es un recurso de vital importancia. Para cultivar la tierra, para que el ganado no solo pise, sino que encuentre su alimento, como soporte a la construcción de edificios, infraestructuras…

El suelo es un ente vivo, con una cierta capacidad de cambio, con una estructura interna definida y relativamente frágil, y una composición que está condicionada por muchos factores.

El hombre lo modifica profundamente cuando considera que no cumple con sus expectativas. Añade fertilizantes u otros productos fitosanitarios para mejorar su productividad agrícola, modifica su estructura por la actividad minera y puede convertirlo en tóxico por la acumulación de diversas sales y metales.
 

 
Infografía que muestra algunas de las funciones esenciales que cumple el suelo. FAO Infografía que muestra algunas de las funciones esenciales que cumple el suelo. FAO

 

La ciencia del suelo estudia su formación, estructura, composición, y, sobre todo, su caracterización para evaluar si un suelo determinado puede o no ser empleado para una finalidad concreta, como ser el sustrato de un tipo determinado de cultivos.

Existen determinados parámetros que estudian la composición y naturaleza del suelo en su relación con las plantas y el entorno:

  • Reactividad química. Estimada mediante el pH, que delimita si tiene reactividad ácida o reactividad alcalina.
  • Contenido en sales solubles. Se mide a través de la conductividad eléctrica del agua contenida en el suelo.
  • Contenido en materia orgánica. Refleja su historial como sustrato de la acumulación de restos vegetales y animales.
  • Tamaño de grano de sus componentes minerales. Establece como suelo franco el que tiene una determinada proporción de los componentes arena, limo y arcilla. Este tipo de suelos, con esta determinada relación entre estos componentes, se considera óptimo para la agricultura.

Composición geoquímica y mineralógica

 

Determinados cultivos requieren que el suelo tenga un cierto contenido en carbonatos, o en sílice, o en compuestos de hierro. Además, la presencia o ausencia de ciertos metales en el suelo tiene implicaciones sobre la salud.

Muchos de estos metales se consideran esenciales. Por ejemplo, necesitamos ingerir con los alimentos suficiente cantidad de compuestos de hierro para elaborar la hemoglobina. Pero hay muchos otros metales que también es necesario que estén presentes en el suelo en suficiente cantidad como para ser captados por las plantas de las que nos alimentamos.

Necesitamos saber con fiabilidad si un suelo es apto o no para una determinada actividad agrícola, o si los pastos que crezcan en un suelo concreto, aprovechados por un determinado tipo de ganadería, pueden suponer un riesgo de incorporación de elementos indeseables al ganado empleado para consumo humano. Aquí entramos en el campo de la biogeoquímica: el estudio de las interrelaciones entre la composición del suelo y la de las plantas que crecen sobre el mismo.

¿Saludable o enfermo?

 

El suelo saludable es el que tiene la capacidad de soportar una determinada cubierta vegetal, ya sea natural o agronómica. El suelo enfermo es el que ha perdido esta capacidad, por motivos diversos, entre ellos la actividad humana, ya sea el uso excesivo de fitosanitarios, o la introducción de metales procedentes de actividades diversas, entre ellas la minería.

¿Qué metodologías se emplean para determinar su salud? Entre las más empleados:

  • Método de la bolsa de té. Consiste simplemente en enterrar una bolsita de té, de las que tomamos en nuestro desayuno o merienda, en un suelo, durante un periodo de tiempo establecido. Tras desenterrarla y observar su evolución tendremos un indicio de la actividad biológica intercambiada entre las hojas de té de la bolsa y la microfauna del suelo. Su coste es muy bajo, y los resultados son cada vez más interesantes por la cantidad de datos ya existentes sobre su interpretación.
  • Determinación de la actividad enzimática del suelo. Los microorganismos que existen en el suelo tienen una actividad biológica y bioquímica importante, que se traduce en la presencia en el suelo de las enzimas producidas durante esta actividad. La determinación analítica de esta actividad es, en la actualidad, relativamente sencilla, y de bajo coste. Por el contrario, aún no está claro qué significado puede tener la mayor o menor abundancia de esas numerosas enzimas.
  • Cuantificación de la composición de la biomasa microbiológica del suelo. El desarrollo de la tecnología PCR (siglas en inglés de reacción en cadena de la polimerasa), muy conocida por culpa de la pandemia de la covid-19, permite identificar a los microorganismos que viven en el suelo, a nivel de especie, de género, o de grupos amplios, así como su mayor o menor abundancia.

Este tipo de estudios ya ha permitido saber que la composición microbiológica de los suelos es muy homogénea en términos globales, con variaciones cuantitativas y cualitativas que se pueden relacionar con procesos específicos.

Al igual que levantamos nuestra mirada al cielo para estudiar el cambio climático que hemos provocado con nuestra forma de actuar y que amenaza nuestra existencia, bajemos también la cabeza para observar e investigar los efectos de la actividad humana en el suelo que pisamos. Para mantenerlo fértil y saludable y proteger su biodiversidad.