A muchos les costará creer que existen iniciativas en el mundo de la hostelería que basan sus menús en productos que previamente han sido recogidos de la basura. Hasta ahora, si algún restaurante los empleaba, seguro que hacía todos los esfuerzos posibles por ocultarlo. Este no es el caso del Freegan Pony, en la periferia de París, que precisamente debe su fama a recolectar alimentos no comercializados del mercado mayorista parisino de Rungis –el mayor centro de productos frescos del mundo–, para después servirlos a los comensales.

Aunque nos expliquen los poderosos argumentos que hay detrás del proyecto, la mayoría rehusaríamos educadamente una invitación a probar su menú-degustación. Pero los motivos que han impulsado la iniciativa nos invitan también a reflexionar: en el conjunto de la Unión Europea se desperdician anualmente 88 millones de toneladas de alimentos, cerca de 173 kilos por persona y año. A nivel mundial casi un tercio de los alimentos producidos son desechados cada año: unos 1.300 millones de toneladas en total.

Los europeos tiramos 173 kilos por persona y año de productos alimenticios

En términos de huella de carbono, las consecuencias son alarmantes: las emisiones generadas por estos alimentos desperdiciados, 3.300 millones de toneladas anuales, superan las emitidas por cualquier país del mundo salvo los dos primeros en la lista de contaminadores: Estados Unidos con 5.186 y China con 10.249.

En el informe El estado de la inseguridad alimentaria en el mundo 2015 (SOFI, por sus siglas en inglés) publicado en 2016 por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se daba cuenta de que 795 millones de personas pasan todavía hambre en el mundo. Si bien es cierto que son 216 millones (un 12,9%) menos que en 1990, la cifra sigue siendo aterradora y pone de manifiesto el fracaso colectivo del que participamos en materia de seguridad alimentaria, algo que genera frustración e indignación después de tantas décadas continuadas de evolución tecnológica y social.

El 54% del desperdicio de alimentos en el mundo se produce en las etapas iniciales de la producción, manipulación y almacenamiento tras la cosecha, según un estudio de la FAO. El 46% restante se registra más adelante, durante el procesamiento, distribución y consumo de los productos.

 

Mala gestión en los hogares

 

Dentro del ranking de países europeos que más comida desperdician, España ocupa el séptimo lugar, con 7,7 millones de toneladas al año. Esto equivale a que cada familia española desperdicia 1,3 kilos de media de comida por semana. Si bien es cierto que España redujo en un 2,4% el derroche en 2015, la cifra de alimentos desechados en los hogares españoles sigue ascendiendo a 1,36 millones de toneladas, lo que supone en torno al 40% del total desperdiciado. El resto se pierde en la industria (39%), el comercio (5%) y la restauración (14%), según datos de la Federación Española de Bancos de Alimentos (FESBAL).

Gracias a la movilización de la sociedad civil e iniciativas como la de Arash Derambarsh –concejal del municipio francés de Courbevoie– en la plataforma Change.org, Francia prohibió en febrero de 2016 por ley que los supermercados tirasen comida. Ahora los excedentes se donan ONG o bancos de alimentos. El desperdicio alimentario está ahora penado en el país galo con multas de 75.000 euros o dos años de cárcel.

El 'freeganismo' combate el derroche recogiendo los productos desechados

Unos meses después, en agosto de 2016, Italia también legisló en materia de derroche alimentario, aunque el avance en esta nación queda aún lejos de lo llevado a cabo en su vecino noroccidental: la ley italiana centra los esfuerzos no en penalizar a los supermercados sino en ofrecerles incentivos fiscales y favorecer la donación de los alimentos. España carece todavía de una normativa que regule el desperdicio de comida por parte de las cadenas comerciales, aunque las fuerzas políticas parecen más partidarias de un modelo como el italiano.

En este contexto de datos alarmantes, de hambre y de derroche, a mediados de la década de 1990 el estadounidense Adam Weissman popularizó el activismo freegano. El freeganismo se define a sí mismo como "un estilo de vida que prioriza todas aquellas estrategias que permiten hábitos anticonsumistas". Por tanto un frigano (adaptación al castellano del término inglés) se considera un activista que evita de todas las formas posibles el consumo a través de los canales comerciales. Y una de estas maneras es a través de la recogida en los contenedores de residuos de aquellos alimentos que todavía están en buen estado pero que son desechados por los comercios por razones de imagen o comerciales.

Desde una perspectiva algo distinta, uno de los proyectos surgidos para hacer frente al despilfarro de alimentos en España es Espigoladors. Su nombre en catalán hace referencia a aquellas personas que después de la siega recogían la parte rechazada de la cosecha.

Tal y como se resume en su sitio web, esta organización sin ánimo de lucro tiene por objeto “reducir el desperdicio y la presión en la explotación del suelo, alimentar a personas que lo necesitan y ayudar a disminuir la exclusión social. Espigoladors “lucha contra el despilfarro alimentario a la vez que empodera a personas en riesgo de exclusión social de una manera transformadora, participativa, inclusiva y sostenible”.

Espigoladors opera en Cataluña y aprovecha aquellas frutas y verduras que se descartan por cuestiones estéticas o comerciales. Recogen de los campos y de las empresas comercializadoras los excedentes de los cultivos. Después los productos donados son procesados y transformados para más tarde volver a ser comercializados.