Todos los hemos visto: gurúes con micrófonos hablando de vivir en su energía masculina, tradwives simulando ser amas de casa que esperan con ansia el regreso del hombre de “alto valor” que provee para la familia. Las redes sociales se han llenado de estos discursos que promueven una vuelta a los valores tradicionales. Muchos usuarios asocian este tipo de ideas con sus padres o abuelos, con el ya lejano siglo XX, cuando en realidad, esto viene de muy lejos.

Durante siglos, las sociedades europeas se habían organizado en torno a la religión, y los roles de género se tomaban, directamente, de la Biblia. Pero, en el siglo XVII, las revoluciones científicas los reconfiguraron.

Las mujeres ya no eran las malvadas hijas de Eva, copias imperfectas del primer ser humano. Ya no se hablaba de inferioridad, sino de diferencia; ni de religión, sino de ciencia. Comienza así a surgir la idea de lo que después se considerarían las “dos esferas”, dos áreas separadas, donde cada cual podía alcanzar su máximo potencial en base a sus cualidades innatas o “naturales”. Los hombres, biológicamente más fuertes y racionales, ocupaban el espacio público. Las mujeres, biológicamente más débiles y sensibles, inclinadas al cuidado, el doméstico.

El siglo XVII inglés fue tumultuoso: casi 150 años antes de la revolución francesa, Inglaterra ejecutó a su rey, Carlos I, tras una cruenta guerra civil provocada por sus desavenencias con el parlamento. 11 años de república puritana después, su hijo, Carlos II volvió al trono, sin que regresase el orden.

Este mismo Carlos II prohibió que los niños interpretasen papeles femeninos en el teatro. Como se ve en la película Shakespeare enamorado, durante el teatro inglés isabelino y jacobino las mujeres habían tenido prohibido actuar en escena. Por ello, de los papeles femeninos se encargaban niños o adolescentes, quienes podían representar convincentemente la voz y la apariencia femenina.

Pero, a partir de 1660, de mujeres solo podían hacer otras mujeres.

 

Mujeres públicas

 

Desde el principio las actrices atrajeron mucha atención, a la vez que se erigieron en figuras controvertidas: estas mujeres no se quedaban en casa. Su visibilidad suponía un desafío frontal a la autoridad patriarcal que asociaba la feminidad con la domesticidad y que hacía del hombre el proveedor económico de la familia. Como diríamos hoy, las actrices se apoderaron de la energía masculina.

Estas mujeres eran peligrosas, antinaturales e instaban a otras a “escaparse” de su hábitat natural, la casa. Eran, peor aún, inmorales.

Aunque eran profesionales muy rentables, que atraían a mucho público a sus espectáculos, determinados sectores de la sociedad –principalmente religiosos– querían deshacerse de ellas. Para ello, se recurrió a la difamación: insultos, bulos, todo valía. Estas mujeres eran peligrosas, antinaturales e instaban a otras a “escaparse” de su hábitat natural, la casa. Eran, peor aún, inmorales.

Ante esta hostilidad, las actrices tenían dos opciones: retirarse o manipular estratégicamente su fama y visibilidad.

Retrato de Anne Bracegirdle.
Retrato de Anne Bracegirdle. Wikimedia Commons

Las relaciones parasociales, las conexiones emocionales que se establecen entre el público y los famosos, tuvieron su origen aquí, en el teatro del siglo XVII. Estas mujeres fueron las precursoras del fenómeno fan. La audiencia empezó a confundir a las actrices con sus personajes.

Hay que añadir además que, en la época, era costumbre especializarse en ciertos tipos de papeles. Por ejemplo, algunas intérpretes encarnaban a heroínas virtuosas. Anne Bracegirdle, “the Cara”, una de las actrices más famosas de su época, fue experta en estos roles. La porosidad del teatro hizo que se la conociese por su virtud dentro y fuera de él.

No encontramos apenas textos que la insulten, sino descripciones de cómo esta mujer, a pesar de tener muchos admiradores, rechazó a todos y se mantuvo virgen (al menos de cara al público). Hay quienes hasta describen cómo Bracegirdle se ruborizaba ante los cumplidos… ¿Es esto creíble? Tal vez no mucho, pero es una estrategia de supervivencia muy efectiva.

 

 

Los roles cuestionados

 

Frente a esta mujer ideal, sin tacha, otras actrices personificaban a la heroína ingeniosa y autónoma que caracterizaba el teatro de la época, cuestionando los roles de género.

Retrato de Nell Gwyn.
Retrato de Nell Gwyn. Smithsonian Institution Archives

Es el caso de Nell Gwyn, también amante del rey Carlos II, que supo navegar las agitadas aguas de la época con inteligencia y encanto.

Comenzó su andadura teatral como vendedora de naranjas, y ya entonces se hizo famosa por su atrevimiento, que le granjeaba muchos clientes. Sus personajes en escena (y fuera de ella) combinaban humor, sensualidad y autoconciencia. Al mismo rey, Gwyn le puso el apodo de “Carlos III”… en su cama: su primer amante oficial había sido el actor Charles Hart y el segundo, Charles Sackville, Lord Buckhurst.

Al abrazar y apropiarse por completo de la etiqueta “mujer pública”, Gwyn se empoderó y se transformó en un icono cultural.

 

Las autoras toman la palabra

 

El teatro no solo se abrió para las actrices, sino también para las dramaturgas. Las escritoras desafiaban aún más las normas establecidas al crear significado, un campo reservado a los hombres.

Y por lo tanto, todo valía para intentar alienar a estas mujeres, hasta acusaciones de plagio.

Las autoras adoptaron entonces diferentes estrategias: unas publicaban de forma anónima o bajo seudónimo, y otras alegaban que sus obras se habían lanzado sin su consentimiento, en un alarde de modestia femenina.

Sin embargo, un pequeño grupo reclamó abiertamente la autoría y se apropió de la energía y el lugar masculinos.

Susanna Centlivre fue una de las pocas dramaturgas que insistió en firmar todas sus obras. A lo largo de su carrera, luchó por su espacio en un mundo literario dominado por hombres. Su visibilidad fue recibida con acusaciones de plagio, burlas y rumores que buscaban desacreditarla.

Portada de la obra de Susanna Centlivre _The Basset-Table_, publicada en 1706.
Portada de la obra de Susanna Centlivre The Basset-Table, publicada en 1706. Wikimedia Commons

Los rebatió todos, uno a uno, y se convirtió en una de las mujeres más exitosas de su tiempo. Su negativa a resignarse al anonimato fue un acto radical, que declaraba que las mujeres no solo tenían derecho a ser vistas, sino también a crear y alzar la voz.

 

Hoy por ayer

 

Las experiencias de las actrices y las dramaturgas inglesas en este periodo ilustran unas dinámicas de género y poder muy complejas que todavía están en vigor. Hoy, como en el siglo XVII, en algunos entornos la presencia femenina en espacios tradicionalmente masculinos contradice las expectativas y desafía el discurso dominante.

Frente a la exigencia de que la mujer se exilie en casa, Gwyn y Centlivre demuestran que la visibilidad puede constituir una forma de resistencia y empoderamiento. La existencia de estas mujeres y el carácter público de sus vidas, obras y cuerpos pusieron (y ponen) de manifiesto lo arbitrario de la división del mundo en dos esferas.

Quizás tenemos mucho que aprender del siglo XVII.