“La naturaleza es la única empresa que nunca ha quebrado en 4.000 millones de años”, afirmaba el bióquímico alemán Frederic Vester. Así que sus productos deben ser de lo más competitivo. Y por ello, susceptibles de ser plagiados. A ello se dedica la biomimética, (de bio, vida, y mímesis, imitación), una especialidad científica que trata de buscar en el medio natural la inspiración para crear nuevos diseños tecnológicos.

El término se usa desde los años 90, de una manera similar al de biónica, en el marco de disciplinas tan dispares como la robótica, la ciencia de los materiales o incluso la cosmética. Cada vez más, ingenieros, diseñadores, arquitectos, inventores o urbanistas vuelven los ojos hacia otras formas de vida vecinas en el planeta para estudiar cómo la evolución resolvió problemas a los que nosotros también tenemos que enfrentarnos.

Los ejemplos ya son legión: células solares que intentan reproducir la fotosíntesis de las hojas de las plantas, sistemas de ventilación natural inspirados en los de los termiteros africanos, paneles de aislamiento de edificios que reproducen los hexágonos de las colmenas, captadores de agua que siguen el modelo del caparazón de los escarabajos del desierto, turbinas que se inspiran en la forma de las aletas de las ballenas...

Ya se han imitado los sistemas de ventilación de los termiteros y las células de las hojas

“Pregunta al planeta: allí están todas las respuestas...”, es el principal consejo de la bióloga, escritora y consultora estadounidense Janine Benyus, una de las grandes difusoras de este concepto, autora del libro Biomímesis. Cómo la ciencia innova inspirándose en la naturaleza (1997), editado en España por Tusquets, una de las biblias de este nuevo campo del saber, e impulsora del proyecto Las 100 mejores tecnologías de la naturaleza.

Benyus, que dirige la consultoría Biomimicry 3.8, establece tres niveles para la biomimética: “el primero es la imitación de la forma, pero muchas veces con ello no basta. El nivel más profundo es replicar el proceso natural, aunque existe todavía un tercer nivel, que consiste en recrear completamente el funcionamiento de un ecosistema”.

En su opinión, el agotamiento de nuestro modelo productivo, y su plasmación en la actual crisis económica, abren las puertas a una forma más sensata de afrontar los retos de la humanidad que sea de una vez por todas realmente sostenible, basándose en la premisa de que “no se trata sólo de innovar por innovar, sino de restaurar al mismo tiempo el equilibrio perdido”.

Precedentes antiguos

De hecho, la idea no es nueva: hace más de un siglo, el avión nació de un intento de imitar el vuelo de los pájaros de la misma manera que hoy el morro de los trenes de alta velocidad reproduce la forma de los picos de algunas aves que se desenvuelven con similar soltura en el aire y en el agua.

El biólogo evolutivo británico Andrew Parker es uno de los grandes impulsores de la biomimética. Ha investigado la iridiscencia de mariposas y escarabajos ayudando a conseguir pantallas más brillantes para los teléfonos móviles y a desarrollar sofisticadas técnicas antifalsificación. Ha trabajado con Procter & Gamble y Yves Saint Laurent para hacer cosméticos que imitan el brillo natural de las diatomeas, y con el Ministerio de Defensa de su país para reproducir las propiedades hidrófugas de estas algas unicelulares. Las ondulaciones microscópicas que detectó en los ojos de una mosca de 45 millones de años atrapada en ámbar se aplican hoy en modernos paneles fotovoltaicos.

"Cada especie, incluso las extinguidas, es una historia de éxito de la selección natural"

"Cada especie, incluso las que se han extinguido, es una historia de éxito, optimizado por millones de años de selección natural. ¿Por qué no aprender de lo que la evolución ha provocado?”, proclama. Y a ello se dedican con entusiasmo los ingenieros británicos que estudian las protuberancias en el cuerpo de las ballenas jorobadas tratando de diseñar alas de avión más eficientes, lo mismo que persiguen trabajos alemanes sobre las plumas de los dedos de las rapaces. Mientras, investigadores japoneses se han basado en los aguijones de los mosquitos para fabricar agujas hipodérmicas que penetran en la piel de forma menos dolorosa.

Otros ejemplos fascinantes destacados por Benyus son los trabajos de Wes Jackson (The Land Institute) sobre las praderas como modelo para una agricultura de policultivos comestibles y perennes que conservarían la fertilidad de la tierra de manera sostenible; de J. Herbert Waite (Universidad de California en Santa Bárbara), sobre cómo se adhiere a las rocas el mejillón azul, para lograr una sustancia adhesiva similar que resista bien el agua; de Peter Steinberg (Biosignal), creador de un compuesto antibacteriano basado en el mecanismo con el que la alga roja Delisea pulcrapor evita que las bacterias se posen en su superficie al interferir sus señales comunicativas con un compuesto llamado furanona, o de Thomas y Ana Moore y Devins Gust (Universidad de Arizona) para crear una célula solar de tamaño molecular reproduciendo el funcionamiento de las hojas de las plantas durante la fotosíntesis.

David Knight y Fritz Vollrath (Universidad de Oxford) están analizando el sistema de producción de la seda de las arañas para producir fibras de gran resistencia sin calor ni materias primas contaminantes (la tela del arácnido es cinco veces más resistente que el acero). Bruce Roser (Cambridge Biostability) ha ideado un sistema de almacenamiento de vacunas que no precisa de un costoso sistema de refrigeración, tras comprender cómo resiste desecada durante años la rosa de Jericó, y Jay Harman (PAX Scientific) ha basado sus hélices y aspas de ventilador supereficientes en las espirales perfectas de las conchas de moluscos. Todos ellos copian sin el menor escrúpulo los diseños más eficientes sin pagar ni un euro en royalties. Las patentes son de todos: están en manos de la naturaleza.