Este mes de julio se cumplen treinta años de la masacre ocurrida en Srebrenica, un enclave montañoso ubicado en el este de Bosnia y Herzegovina, cercano a la frontera con Serbia. Entre el 6 y el 11 de julio de 1995, más de 8 000 hombres y niños bosniomusulmanes fueron asesinados por fuerzas serbobosnias en este lugar, declarado “zona segura” por Naciones Unidas, y bajo la protección directa de los cascos azules. Las escenas retransmitidas por los periodistas de guerra dieron la vuelta al mundo y marcaron un hito en la conciencia colectiva de Occidente.

Hoy, cuando las imágenes que llegan desde Gaza vuelven a activar el debate sobre qué constituye un genocidio, resulta imprescindible volver la mirada al caso de Srebrenica para entender cómo los tribunales internacionales interpretan este crimen internacional.

 

¿Por qué solo se reconoció el genocidio en Srebrenica?

 

El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (TPIY) reconoció la masacre de Srebrenica como genocidio. Fue un hito jurídico importante, pero también dejó un sabor amargo, especialmente en las víctimas. El tribunal solo calificó como genocidio los crímenes cometidos en Srebrenica, dejando fuera otros episodios de violencia igualmente sistemática contra la población bosniomusulmana ocurridos en otros municipios. ¿Por qué?

La respuesta está en una interpretación legal extremadamente restrictiva del crimen de genocidio. Según la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio (1948), requiere probar que los actos (asesinatos, torturas, destrucción de condiciones de vida…) fueron cometidos con la “intención de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso, como tal”.

El problema es cómo se interpreta esa “intención”. La jurisprudencia dominante ha adoptado lo que se conoce como purpose-based approach (enfoque fundado en la intencionalidad específica). Es decir, una exigencia de propósito consciente y deliberado de destrucción. Bajo esta lógica, no basta con demostrar que los actos tuvieron efectos devastadores para el grupo. Hay que probar que fueron cometidos con la intención específica de eliminarlo.

 

La intención genocida va más allá de una orden

 

En contextos modernos de conflicto, la intención de destruir a un grupo se evidencia a través de la acumulación de políticas públicas, decisiones militares, marcos normativos y narrativas sobre el otro. La prueba de cargo, ya sea una orden explícita, discursos que hablen abiertamente de aniquilación o referidos a un único acto de exterminio, se vuelve casi imposible de objetivar.

Además, limitar el genocidio a un episodio concentrado y mediáticamente visible deja fuera del radar muchas otras formas de destrucción colectiva, más complejas y larvadas.

 

El contexto es relevante

 

En este sentido, resulta cada vez más necesario repensar la manera en que identificamos el genocidio, que se aleja también del modelo totalizador del holocausto (para algunos único genocidio posible y por lo tanto irrepetible).

Una alternativa a este enfoque tradicional es lo que la doctrina jurídica crítica ha denominado knowledge-based approach, o enfoque basado en el conocimiento. Esta perspectiva no exige demostrar una voluntad explícita de exterminio, sino que se pregunta si los perpetradores sabían –o no podían ignorar– que sus actos contribuían a un patrón sistemático de destrucción del grupo.

Este enfoque se apoya en una visión más estructural y menos individualista del genocidio. El crimen no se comete solo desde una voluntad interna subjetiva, sino a través de patrones más amplios que podemos construir si tenemos en cuenta importantes elementos contextuales: políticas públicas, marcos legales de excepción, discursos deshumanizantes y/o decisiones estratégicas sostenidas en el tiempo. Bajo esta lógica, la responsabilidad penal no se diluye, sino que se adapta a las realidades contemporáneas de la violencia colectiva.

 

Del marco téorico a la práctica: Gaza

 

Este debate trasciende el marco teórico y tiene una gran relevancia en la práctica. Desde octubre de 2023, Gaza ha sido sometida a una campaña de destrucción progresiva: bombardeos masivos, cortes de suministro, desplazamientos forzados, hambre inducida y colapso sanitario. Más de 55 000 personas han muerto y cientos de miles han sido heridas. Pero más allá de las cifras, lo que está en juego es una forma sostenida de aniquilación del modo de vida palestino.

Pero más allá de las cifras, lo que está en juego es una forma sostenida de aniquilación del modo de vida palestino

Así lo planteó Sudáfrica en la demanda presentada ante la Corte Internacional de Justicia en diciembre de 2023. Y se ratificó por la Corte en sus providencias de medidas provisionales.

En ellas, el principal órgano judicial de Naciones Unidas determinó que existe un riesgo real e inminente de que se cause un perjuicio irreparable al derecho del pueblo palestino en Gaza a ser protegido frente a actos genocidas y otras conductas prohibidas por la Convención. Y sin embargo, el reconocimiento jurídico de este escenario como genocidio sigue siendo objeto de gran disputa.

Rafael Lemkin, el jurista que acuñó el término “genocidio” en 1944, entendía este crimen no solo como la destrucción física de personas, sino como la eliminación de la vida colectiva de un grupo, su cultura, sus símbolos y sus condiciones de existencia.

 

Genocidio cultural: más allá de la violencia directa

 

Sin embargo, la definición legal vigente, moldeada por intereses coloniales y centrada en el modelo del Holocausto, excluyó deliberadamente el genocidio cultural. Esta visión estrecha ignora que los grupos humanos también pueden ser destruidos mediante políticas de desplazamiento y asimilación forzada. Unas estrategias que borran la memoria, el idioma o el vínculo con el territorio. Los grupos humanos no se destruyen solo con violencia directa.

Treinta años después de Srebrenica, urge una relectura crítica de la figura del genocidio. No para vaciarla de contenido, sino para restaurar su capacidad protectora frente a nuevas formas de destrucción colectiva. El conocimiento del perpetrador sobre el impacto de sus actos debe bastar para generar responsabilidad genocida. Especialmente si esos actos contribuyen a un plan sistemático de eliminación del grupo.

En un mundo donde el exterminio se administra burocráticamente, la justicia internacional debe aprender a reconocer y nombrar las violencias del presente. Incluso cuando no se ajustan a las categorías del pasado o correrá el riesgo de dejar impunes las formas contemporáneas de destrucción colectiva.The Conversation