¿Cuáles son las tareas principales de su cargo?

Como presidente del Consejo de Gobierno del Régimen Especial de Galápagos, mi papel es fundamentalmente el cumplimiento de la ley. En 1978 las islas fueron declaradas Patrimonio Natural de la Humanidad. Y 20 años después se redactó una normativa para regular las actividades humanas en la naturaleza. Entonces había una crisis muy complicada. Eran tiempos de sobreexplotación pesquera y emigración descontrolada de gente, así como de gran crecimiento del número de turistas. Esta ley quiso equilibrar la coyuntura y dar mecanismos de participación ciudadana sobre la reserva marina. Pretendía proteger la cantidad de pesca y señalar los sitios autorizados para hacer turismo. Después se produjo una reforma profunda que se plasmó en 2015. Modificó algunos aspectos y la ciudadanía vio que se le restringían sus derechos porque el Estado obtenía un rol más fuerte.

¿Cuánta gente vive en Galápagos y cuántos turistas recibe?

Estamos en 30.000 habitantes y 2018 se cerró con una cifra de 277.000 visitantes. En este sentido, influye mucho la capacidad de carga en los sitios de visitas: no puede haber barcos con más de 16 pasajeros ni hoteles de forma indiscriminada. Existe una moratoria –desde hace tres años- que dice que los hospedajes no pueden superar las 25 plazas. También impedimos que haya grandes cruceros del tipo de los que surcan el Caribe. Y eso repercute en el precio.

¿Influye ese precio a la hora de restringir el turismo?

Lo que pasa es que el turismo de Galápagos no es de playas, sino de naturaleza. Lo que se quiere es que se explore, que se conozca su evolución. Estas características hacen que el turista sea mayoritariamente extranjero, que paga 100 dólares (unos 90 euros) por acceder al Parque Natural.

¿Sirve de ejemplo para otros parajes amenazados por el mismo problema?

Creo que Galápagos ha sido un referente. Solemos tener visitas de observación de islas como Hawai o Rapa Nui [isla de Pascua], que quieren saber cómo lo hemos hecho nosotros para evitar el crecimiento sin límite. Hemos hecho algunos esfuerzos. En el año 78 éramos 9.000 personas y estamos en 30.000, pero podríamos ser 100.000. El reflejo es Canarias, donde las condiciones se parecen y son dos millones de habitantes. Es una gran diferencia.

¿Cómo les afecta, aparte, el cambio climático?

De varias maneras. La principal es que somos un territorio totalmente vulnerable al clima oceánico y terrestre. La temperatura del mar es la que va a garantizar la vida acuática. Y Galápagos se alimenta de corrientes. Significa que se beneficia de los nutrientes, pero también le afectan los desechos y los plásticos del continente. Eso hace de las islas un espacio único. Los tiburones, por ejemplo, no están acostumbrados a los seres humanos y no los contemplan en su dieta. Sin embargo, puede alterarse esa costumbre si no encuentran alimento en su hábitat. Igual que con otros animales, el impacto en su cadena alimenticia puede ser grave. Lo mismo que pueden hacerlo situaciones extremas, como huracanes o sequías. Eso compromete las fuentes de agua, la provisión de alimentos o la actividad principal, que es la turística. Sin contar con el aumento del nivel del mar: todos los poblados están muy próximos al mar y evidentemente es una amenaza, así como la aparición de especies invasoras.

¿Qué medidas se están tomando?

Un factor clave es que hemos empezado a recuperar el manglar. Eso permite tener ciertos niveles de protección de la costa. También favorece la absorción de dióxido de carbono. Otro tema en el que estamos trabajando es la eliminación del uso de energías fósiles. Queremos pasarnos a la renovable, con abastecimiento solar y eólico, y emplear materiales de construcción ecológicos.

¿Se nota diferencia, al ser un espacio natural, la distinta concienciación de la gente en las islas y en la parte peninsular?

Hay diferencias. Sin embargo, los modelos de desarrollo continental siempre han sido un referente para la vida de los galapagueños. Y hay otro reto importante que afrontar: el acceso a las zonas protegidas por parte de los propios habitantes. Porque al ser un lugar de turismo, los costes son más caros. Y una familia promedio de allí tiene que pagar entre 180 a 240 dólares (entre 160 y 214 euros) por visitar algunos de los puntos principales del turismo. Para cuatro personas, eso significa casi mil dólares (unos 900 euros). Ahí, por tanto, hay que trabajar: se les pide que cuiden de su entorno, pero no lo conocen. ¿Cómo cuidas de algo que no amas? Es lo que hace el turista: cuando ve lo que hay, sale encantado y dona dinero o se hace voluntario. Pero el ciudadano de Galápagos, no. Eso requiere un esfuerzo público-privado grande para que los más jóvenes amen la naturaleza. Muchos residentes no han incorporado el compromiso con la naturaleza porque no lo entienden. No saben por qué no pueden pasar a ciertas zonas o no cazar ciertos animales.

Eso también tiene un reverso: quizás somos los que más contaminamos quienes más partes del mundo vemos, y quienes menos lo hacen, los que menos gozan de ellos.

Puede verse también desde otro ángulo: el mundo es desigual, está claro, pero creo que lo que se ha ido perdiendo es la conexión entre el mundo urbano y rural. ¿Cómo le explicas a alguien de una ciudad que una acción suya tiene consecuencias a miles de kilómetros? Lo que queremos es que la gente se informe y que comprenda que lo que haga con sus desechos o con su dieta influye en lugares muy lejanos del planeta. Una anécdota: en Ecuador se comen muchas conchas negras. Es un molusco que se utiliza para ceviches o asados y es delicioso. Pero existía el peligro de su desaparición y lo que se ha hecho es limitar la pesca a un volumen mínimo. Eso ha funcionado. Hay que ser responsable con nuestros patrones de consumo.

En Ecuador, quizás más en la selva amazónica, ¿hay persecución de activistas? ¿El Gobierno apoya a las empresas o a los indígenas?

Sin lugar a dudas, en Ecuador existe conflicto y tensión sobre cuál va a ser el modelo de desarrollo que queremos asumir. Hace unos meses, el Gobierno presentó una ley para derogar los subsidios para el combustible. Parte de lo que estaba escrito respondía a la necesidad de la transición energética, pero la percepción de la gente era que afectaba a su vida, al precio de la gasolina. Y se detuvieron la propuesta y el diálogo. Creo que el Gobierno tiene interés en hacer políticas en territorios selváticos contra las empresas extractivas. Y equilibrarlo con el beneficio de la población. Es algo que todavía está en debate. Creo que hay que hablarlo, pero noto que las redes sociales, en ese sentido, nos están desuniendo: termina uno viviendo en comunidades virtuales donde uno solo habla con los que más se parecen en sus afectos y opiniones. Y tiene que haber una interconexión entre distintos espacios, de cohesión social y proyectos en común. Hay que construir un ‘nosotros’. Creo que vamos por el buen camino, pero que hay que invertir en la innovación. También hay que pensar que la crisis climática nos va a traer limitaciones. Y sobre eso en Galápagos sabemos mucho.