Blade Runner (Ridley Scott, EE UU, 1982) relataba cómo, en noviembre de 2019, el detective interpretado por Harrison Ford recibe el encargo de eliminar a una banda de androides asesinos. La cacería transcurre en una contaminada Los Ángeles, cochambrosa y multicultural, en medio de una parafernalia de artilugios que parecían la mar de futuristas el día de su estreno.

Algunos de esos elementos ya forman parte de nuestra cotidianidad: los asistentes virtuales, las videollamadas, las cerraduras inteligentes, el control biométrico, las pantallas gigantes de publicidad, la polarización social, la videovigilancia…

No se han materializado, en cambio, los coches voladores, los secadores de pelo ultraveloces, los recuerdos implantables, las ampliadoras de fotografías con control de voz, las colonias espaciales y, de un modo ostensible, los androides indiferenciables de los humanos. Y, si bien el clima en Los Angeles ha empeorado, la crisis ecológica no se manifiesta en las lluvias torrenciales del filme, sino en una sequía galopante.

Por otra parte, vale la pena señalar las novedades que no fueron anticipadas: los drones, la telefonía celular, los ordenadores portátiles, el declive de la industria nuclear, internet…

En resumidas cuentas: Blade Runner acertó apenas parcialmente. Y una razón obvia es que se desarrollaba en un horizonte temporal demasiado próximo (algunas de las tecnologías pendientes necesitarán un plazo mayor para hacerse realidad).

No es la única trama emplazada en un futuro inminente cuyas previsiones no se cumplieron. Lo mismo ocurrió con la mortífera pandemia prevista para 1996 en 12 Monos (Terry Gilliam, EEUU, 1995); o con el holocausto atómico fechado en 1964 en La Hora Final (Stanley Kramer, EEUU, 1959); o con la guerra nuclear librada en 1966 en El tiempo en sus manos (George Pal, EEUU, 1960).

Refutando las profecías del celuloide, esos escenarios apocalípticos no se concretaron. Y, aunque todavía falta tiempo para 2029, el año del arranque de Terminator (James Cameron, EEUU, 1984), se antoja harto improbable que en ese lapso las máquinas exterminen a la humanidad como prevé su guión.

La clave de ese imprudente manejo de las cronologías es puramente comercial. Cuanto más cercano sea el escenario expuesto —razonan los productores—, más tirón tendrá para la audiencia. Si con ello se asegura el éxito en taquilla, poco les importa recibir un mentís en los años venideros.

Extrapolar no funciona

Fechas al margen, lo cierto es que la ciencia ficción ha acertado en pocas ocasiones, si las comparamos con sus miles de predicciones fallidas. Y tanto los aciertos como los fracasos obedecen a la misma pauta predictiva: la extrapolación de tendencias y tecnologías emergentes. Sencillamente, lo que hacen los autores es fijarse en fenómenos y hallazgos observables en el presente y vislumbrar su desarrollo futuro.

De tal manera procedió Julio Verne al inspirarse en el sumergible diseñado por Robert Fulton en 1800 para imaginar el Nautilus de 20.000 leguas de viaje submarino (1871). Y de igual modo procedieron con la incipiente astronáutica los filmes que anticiparon el alunizaje de 1969 en Con destino a la Luna (Irving Pichel, EEUU, 1950), por ejemplo.

Pero en la extrapolación radica el talón de Aquiles de la ciencia ficción. Al apostar a que una tendencia seguirá indefectiblemente su dirección actual, el género se vuelve muy vulnerable a los imprevistos. Suponer que la exploración espacial continuaría a toda marcha hizo creer a 2001: una odisea del espacio (Stanley Kubrick, EEUU, 1969) que al inicio del siglo XXI habría turismo espacial y bases lunares.

La extrapolación siempre dejará fuera lo inesperado, una seria limitación a la hora de anticipar el curso de la historia, que avanza con saltos sorpresivos. A la incapacidad de adivinar los giros en el trayectoria de una tecnología se debe que la ciencia ficción no imaginase el ordenador personal y en cambio poblase el mañana con descomunales cerebros electrónicos.

Un párrafo aparte merece la miopía social del género. Aunque a veces acierte en el plano tecnológico, fracasa estrepitosamente en cuanto al devenir de las costumbres. El humo de cigarrillos omnipresente en Blade Runner no casa con la prohibición del tabaco reinante en nuestros días.

Tampoco suele acertar en materia económica: las grandes empresas visibles en la cinta de Ridley Scott, Pan Am, Atari, RCA o Bell Phones, han quebrado o se han eclipsado.

No se presenta más aguzada su visión en política. Basta con ver cómo el avance de la democracia liberal desmintió las previsiones totalitarias de la novela 1984. Y no digamos de las relaciones de género: a sus autores les resultaba muchísimo más fácil imaginar el ciberespacio que la emancipación femenina. Véase cómo en Blade Runner se repiten los estereotipos de las rubias peligrosas y las mujeres fatales, y el tópico argumento del héroe que vence a los villanos y se queda con la chica guapa.

Un museo de la historia del mañana

Más que servir de bola de cristal, la ciencia ficción cumple otras funciones con mayor eficacia y superior relevancia. La primera, de tipo retrospectivo, es la de enseñarnos cómo era concebido el futuro en determinada época, lo que hace de ella un museo de la historia del mañana.

En este sentido, Blade Runner nos habla de las expectativas sombrías a principios de los años 80: dictadura de las corporaciones, vigilancia policial omnipresente, deterioro de las condiciones de vida, desigualdad social y mercantilización de la ciencia, una visión apenas matizada por el deseo de reconciliación con la tecnología, encarnada en replicantes más humanos que los humanos.

La segunda función de esta factoría de futuros, la más decisiva socialmente, consiste en promover debates acerca de los horizontes posibles en una coyuntura dada, instigando al público a posicionarse a favor o en contra. Lo ejemplifica el telefilme The Day After (Nicholas Meyer, EEUU, 1983): al mostrar las horribles consecuencias de un eventual bombardeo nuclear en Kansas, indispuso a la opinión pública estadounidense contra el belicismo de la Administración Reagan.

Por consiguiente, no le pidamos a la ciencia ficción la precisión del pronóstico científico. Por otra parte, si algo se ha demostrado con el correr de los siglos es que el futuro resulta sumamente impredecible. Además, visto el tono catastrófico de la mayoría de sus premoniciones, se nos figura más sensato celebrar sus yerros que lamentarnos por ellos.

Lo más que cabe esperar —y no es poca cosa—  es que sus obras plasmen de forma vívida, inteligente y entretenida las eventuales derivaciones de asuntos cruciales del presente, y en ese aspecto Blade Runner cumple con creces.