La huella ecológica mide el impacto ambiental de una sociedad sobre su biosfera, incluyendo sus recursos en tierra, agua y atmósfera para poder calcular si esta es sostenible en el tiempo o, al contrario, está consumiendo recursos de sus generaciones futuras, por lo que tarde o temprano su modelo socioeconómico se acabará colapsando.

Aunque su cálculo es complejo y tiene fuertes detractores, el índice que anualmente publica el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF en sus siglas inglesas) cada vez obtiene más eco mediático y atención política.

Si a nivel mundial el resultado es aterrador, con un nivel de consumo de la biocapacidad de 1,8 planetas, el análisis país por país no resulta más satisfactorio. Aunque en términos nacionales influyen numerosos factores –densidad de población, tamaño del país, reservas de agua dulce, existencia de bosques húmedos o aridez de la tierra, etc– es fácil observar como los únicos países que mantienen un consumo por debajo de sus posibilidades ecológicas son aquellos que simplemente no pueden permitirse ninguna clase de consumo.

Los países ricos son los responsables del desbordamiento de la capacidad de la Tierra

Países como Gabón, República Centroaficana o Bolivia serían más que “generosos” con la capacidad de su biosfera e incluso regiones especialmente áridas como Níger o el Tayikistán quedarían por debajo de su “cuota” correspondiente.

En cambio, los países ricos son los responsables del desbordamiento de la capacidad actual de nuestro planeta. Incluso sociedades con reconocido compromiso ambiental como las del norte de Europa o Canadá son incapaces de ceñirse a su biocapacidad.

Para conseguir un resultado más detallado es importante cruzar los datos de la huella ecológica con los del Índice de Desarrollo Humano (IDH), una estadística elaborada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) para analizar en bienestar social más allá de la engañosa cifra del PIB per cápita. Así, el IDH tiene en cuenta otros factores, además del PIB, para clasificar el grado de desarrollo social, como la esperanza de vida, la tasa de analfabetismo o el índice de pobreza.

El análisis combinado de ambos registros da un resultado desastroso. EL IDH se eleva lentamente a medida que aumenta la carga sobre la biosfera, dejando una clara imagen en la que es imposible lograr un mínimo desarrollo social sin comprometer el futuro del planeta. Y aunque hay algunos países que son doblemente ineficientes, como Araba Saudí o Sudáfrica, que ni respetan su biocapacidad ni logran el bienestar para sus ciudadanos que la PNUD considera “elevado”.

En cambio, hay un solo país que encajaría –y aún justito– dentro del pequeño recuadro en que se cumplirían ambas condiciones –lograr un desarrollo social aceptable mediante un consumo de recursos sostenible–: Cuba. De hecho, la gráfica que ilustra el artículo es de 2003. Hoy ni tan siquiera la isla caribeña entraría en este pequeño recuadro de equidad y sostenibilidad, aunque quedaría fuera por muy poco y su caso aún sirve de ejemplo.

La excepción cubana

¿Tiene algo que ver la pervivencia de un sistema económico socialista en esta excepción? Sí, aunque solo parcialmente, teniendo la geopolítica internacional una parte de “culpa” bastante mayor.

En 1991, con la desaparición de la Unión Soviética, Cuba dejó de recibir de un día para otro los envíos de petróleo subvencionado por su aliado socialista. La isla sufrió su propia versión del peak oil –el momento en que se acabará el descubrimiento de reservas de petróleo y las últimas bolsas se encarecerán de forma alarmante– sólo que ésta fue mucho más radical y abrupta.

En 24 horas fue necesario reorganizar toda la economía de la isla y adaptarla a la nueva situación de escasez. Las autoridades lo llamaron el “período especial en tiempos de paz” y tuvieron que hacerlo, además, con los Estados Unidos endureciendo las leyes del embargo. La prueba fue realmente difícil y el nivel de vida de la población cayó bruscamente –y, de hecho, aún no ha recuperado los niveles anteriores–, pero la propaganda oficialista recuerda una y otra vez que se hizo “sin cerrar una sola escuela ni un solo hospital”.

Se recuperaron los conocimientos tradicionales y la agricultura ecológica

Para lograrlo fue necesario establecer programas extremos de eficiencia y ahorro energético y material. Industria, servicios, agricultura y transporte tuvieron que ser repensados –y en la mayoría de los casos recortados o cerrados– ante la falta de energía. Entre algunas de las medidas tomadas se modificaron horarios laborales y lectivos para aprovechar mejor la luz solar, se repartieron bicicletas masivamente para compensar la desaparición de autobuses y se crearon los primeros programas de reciclaje. La falta de tecnología e inversión necesarias hizo que las energías renovables empezaran a introducirse más paulatinamente.

Pero seguramente uno de los cambios más radicales e invisibles se dio en el campo. De forma inmediata se adaptó una agricultura basada en los principios de la “revolución verde” a otra que recuperó los conocimientos tradicionales y la agricultura ecológica. De una lógica del monocultivo de exportación –la famosa caña de azúcar cubana– se pasó a priorizar una diversidad de productos para el consumo local en la línea de la soberanía alimentaria. Ante la falta de carne se promovió el consumo de soja.

A pesar de las penurias, los recortes de programas sociales y las carencias de productos básicos de todo tipo, el régimen cubano fue capaz de mantener el nivel educativo, la esperanza de vida y las calorías mínimas para el conjunto de la población.

Yania Yáñez, una cubana hoy emigrada en Valencia recuerda la dureza de aquellos años, que a ella le coincidieron con la adolescencia y achaca sus centímetros de diferencia con sus hermanos mayores a las carencias alimenticias en su época de crecimiento. Las dificultades fueron realmente extremas, pero Yáñez, igual que el resto de su generación, esquivó la desnutrición, pudo acabar su carrera universitaria y no falleció de ninguna enfermedad curable. Nada parecido a lo que sufrieron otros países, donde ante retos seguramente mucho menores optaron por olvidar a su suerte buena parte de su población.

A pesar de la inaceptabilidad de muchos elementos del sistema político cubano, su reacción ante su particular peak oil debería tenerse en cuenta. Aunque a nivel global habrá mucho más tiempo, dinero y tecnología para emprender una transición energética más ordenada y paulatina, los riesgos de una fuerte crisis socioeconómica no se deben menospreciar. Y, aún más teniendo en cuenta la respuesta a la actual crisis económica, deberíamos preguntarnos si seremos capaces de mantener un nivel de desarrollo humano correcto para una gran mayoría de la población en una situación de este tipo.