Palabras, palabras y más palabras. Concretamente, 30.130 de ellas, o lo que es lo mismo, 198.145 caracteres. Pero ningún compromiso tangible, plan de acción concreto o aportación de dinero para invertir en apoyo de los países pobres. Eso es todo lo que contiene el documento El futuro que queremos aprobado en la cuarta Conferencia de las Naciones Unidas sobre Desarrollo Sostenible celebrada estos días, como la esperanzadora primera cumbre de 1992, en la ciudad brasileña de Rio de Janeiro.

Y ello pese a que en el artículo 12 se afirme solemnemente que los países firmantes “resolvemos adoptar medidas urgentes para lograr el desarrollo sostenible”. Pero esa urgencia queda pospuesta al menos hasta 2014. Y aunque el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon, inaugurara el cónclave con un duro discurso en el que trataba de movilizar las conciencias al afirmar que “nuestros esfuerzos no han estado a la altura del desafío”.

De ahí que los 193 estados asistentes aprobasen sin apenas debate y de forma prácticamente unánime los 283 puntos del borrador de mínimos cocinado por la presidencia brasileña del evento antes de la llegada de los líderes internacionales, a los que fue meramente presentado para la signatura.

De manera significativa, entre los firmantes no estuvieron ni el presidente de los EE UU, Barack Obama, ni la cancillera alemana Angela Merkel ni el primer ministro británico David Cameron, representados por delegaciones de perfil político más bajo. Sin embargo, los tres habían acudido días antes a la cita del G-20 en México sin que se lo impidiera acumulación de obligaciones alguna.

Y el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, también puntualmente presente en el G-20, protagonizó una casi anecdótica visita a Rio limitada a la segunda de las tres jornadas de la cumbre, que de manera nada casual era la de la realización de la foto de familia (a la que, además, llegó el último).

Todo ello contribuye a subrayar la nula atención que las grandes potencias mundiales concedieron a Rio+20, el nombre abreviado con que fue bautizada la cita (en alusión a los 20 años transcurridos desde la de 1992), en un contexto de crisis económica internacional en el que los temas ambientales o sociales han pasado, en el mejor de los casos, a un segundo plano en las agendas de los Gobiernos.

Por ello, en un momento en que se han concedido cientos de miles de millones de euros en ayudas a los bancos, en Rio ni siquiera pudo aprobarse un fondo de 30.000 millones de dólares norteamericanos –24.000 millones de euros para apoyo a políticas medioambientales en países pobres solicitado por China y el Grupo 77, que agrupa a igual número de naciones en vías de desarrollo.

Sin esas ayudas, el mundo en desarrollo carece de estímulos para frenar unas políticas económicas devastadoras para la naturaleza que, recuerdan sus dirigentes, aplicaron en su momento las naciones ricas para alcanzar su actual preeminencia.

Y tampoco sorprendió a nadie que la cumbre no apoyara la pretensión de la Unión Europea de fortalecer el actual Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA) hasta convertirlo en una agencia centralizada de la ONU con verdaderas atribuciones ejecutivas.

Rio + 20 tenía que bendecir el paso del mundo a la economía verde. La misma ONU había presentado un nuevo índice de desarrollo humano sostenible para valorar los progresos de las naciones en el terreno del bienestar de una manera bien distinta del frío Producto Nacional Bruto. Pero “el enverdecimiento de nuestras economías se tendrá que producir sin las bendiciones de los líderes mundiales”, apuntó tras la cita Lasse Gustavsson, director ejecutivo del Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF en sus siglas en inglés, la organización conservacionista más poderosa del planeta). 

La estrategia de los políticos fue traspasar las responsabilidades a la sociedad civil. “Los Gobiernos no pueden resolver por sí solos los problemas a los que nos enfrentamos, desde el cambio climático a la pobreza en el mundo”, manifestó ante los delegados la secretaria de Estado (ministro de exteriores) norteamericana, Hillary Clinton.

Tampoco se aprobó un plan de rescate de los océanos seguramente mucho más necesario para nuestra supervivencia que el de los bancos, ni se logró que se eliminaran las subvenciones a los combustibles fósiles, ni se aprobaron acciones concretas contra la pobreza de miles de millones de personas que tanta influencia tiene sobre la preservación del medio ambiente en el planeta, tres de los principales puntos de la agenda de la reunión.

También en vano, la UE, de forma tal vez más tibia que en anteriores reuniones pero de nuevo en la vanguardia ambiental de la parte más industrializada del mundo, reclamó un calendario de medidas en favor de las energías sostenibles, el acceso al agua o la seguridad alimentaria.

Por el contrario, sí hubo consenso en favor de la retrógrada reclamación del Vaticano de que se eliminara del texto del documento toda referencia a los “derechos reproductivos” de las mujeres con la que se reclamara para ellas la posibilidad de decidir responsablemente sobre su maternidad.

La cumbre decepcionó las esperanzas de un mundo que se aproxima a grandes pasos al colapso ambiental, superada de largo la capacidad de la naturaleza de reponer los recursos que derrochamos. Y contribuyó en buena medida al mismo al movilizar hasta Rio de Janeiro a nada menos que 50.000 delegados oficiales, a los que hay que sumar cerca de 80.000 activistas de organizaciones no gubernamentales reunidos para intentar presionar a los dirigentes políticos. Demasiada huella de carbono para tan pocos avances en favor de la Tierra.