¿Qué entienden por lo común?

P.D.: Entendemos lo común como un principio político. La fórmula que proponemos para una sociedad de lo común es que la obligación política proceda de la coparticipación de los ciudadanos. Que no se les pueda imponer ninguna decisión en cuya génesis no hayan participado.

La obligación ha sido frecuentemente disociada de la participación, como podemos ver en la filosofía política occidental: se consideraba que la obligación venía desde arriba y se imponía verticalmente de forma incondicional hacia abajo sin que la misma fuera asociada a la participación de las personas en una actividad u organización políticas.

Cabe destacar que solamente hablamos de la obligación política, no extendemos el discurso a todas las relaciones sociales y morales, como sería por ejemplo la relación que tienen los padres con los hijos.

¿Qué ideologías hay detrás de este principio político a partir del cual proponéis construir una nueva política mundial alternativa al neoliberalismo? ¿Se reabre el debate sobre el comunismo?

Ch. L.: No partimos de ninguna ideología, sino de los actuales movimientos de lucha contra las formas de apropiación –del conocimiento, de los recursos naturales– y contra la destrucción de la naturaleza, que se oponen claramente a la lógica neoliberal dominante. También tomamos como punto de partida las prácticas de experimentación de la puesta en común, como son por ejemplo las redes sociales e Internet.

Nuestra metodología no consiste en volver a las ideologías antiguas: no es nuestra intención volver al comunismo cristiano de los primeros siglos después de Cristo, ni tampoco al comunismo de estado. Sin duda, la palabra común remite a una determinada historia, pero las formas de comunismo las hemos dejado bien atrás.

Entramos en un nuevo periodo que da la espalda al comunismo de estado y que reinventa las formas políticas, que se aleja de la estatalización general comunista. Nuestro principio de lo común es un principio de liberación del capital y del Estado. Ambas cosas van asociadas en este proyecto.

La crisis económica y social que estalló en 2008 ha conducido a reforzar el neoliberalismo, gracias en gran parte a la contribución de los Estados. ¿Qué precio tiene esta expansión?

P. D.: Paradójicamente, la crisis del 2008 ha reforzado el neoliberalismo, porque sus defensores la han aprovechado para poner en marcha unos mecanismos aún más disciplinarios que los que había antes. El precio que tenemos que pagar es muy alto porque el desastre ecológico ya está en marcha, e irá de mal en peor.

Pongo un sólo ejemplo: los bancos de conservación de la naturaleza –parecidos a los mercados de emisión–, unos instrumentos financieros muy sofisticados que otorgan a la naturaleza el valor de un activo financiero, con los que se nos permite contaminar o adquirir la autorización para destruir un bosque si, por otro lado, compensamos el daño ambiental causado mediante proyectos de conservación, como reintroducir una especie en peligro de extinción en otro sitio de planeta.

La crisis climática pone de manifiesto que, o cambiamos el modelo de producción, distribución y consumo, o las perspectivas de futuro son muy negativas. ¿Qué papel juega la ecología en el paradigma de los comunes?

Ch. L.: Un papel muy importante. De hecho, la misma palabra común, en inglés commons, deriva precisamente del derecho colectivo sobre la tierra, que tendría que estar protegido por la ley. El movimiento ecologista de los años 80 retomó el término commons para reivindicar la defensa y la protección de lo común. Es, por tanto, uno de los movimientos en el que se inspira lo común.

La crisis social (desempleo masivo, inseguridad laboral…) es también un caldo de cultivo para el resurgir del nacionalismo. Partes de estados que quieren separarse, como Escocia o Cataluña –donde el tema de la independencia sepultó el debate social en las pasadas elecciones–, o algunos estados europeos que quieren recuperar la soberanía nacional perdida a manos de Bruselas, como se ha visto con la crisis de los refugiados. ¿Hasta qué punto amenaza todo esto la lucha por lo común?

P. D.: Hay un resurgir del nacionalismo en Europa, pero con formas muy distintas. Por un lado, el nacionalismo escocés, no xenófobo y proeuropeo, que tiene algunas semejanzas con el nacionalismo catalán. Por otra parte, otro nacionalismo profundamente xenófobo y racista que desafortunadamente se está despertando como consecuencia de la expertocracia europea, que lo ha alimentado.

El nacionalismo no puede permitir la construcción de lo común por una razón muy simple, y es que tanto el nacionalismo como el regionalismo dan un gran valor al hecho de la pertenencia. Para nosotros, no es la pertenencia –a una familia, a una región, a una etnia o a una nación– lo que fundamenta la obligación política, sino la participación en una actividad.

Vemos que un cierto número de dirigentes del nacionalismo catalán se mueven en un nivel que es irreconciliable e incompatible con la lógica de lo común porque fomentan una nueva nación dentro de Europa que entraría en competencia con otras regiones y estados. Por tanto, en general, el nacionalismo no hace más que reforzar la lógica de la competencia, fundamento del neoliberalismo.

Ch. L.: Nosotros pensamos, de forma un poco audaz, que no sabemos si se corresponde con la situación española, que lo más adecuado al principio de lo común es un principio federalista, de cooperación entre todas las entidades políticas, incluidas las regionales. Lo que importa es la construcción de un modelo federal, donde lo común esté presente desde las formas más básicas del Estado hasta las más complejas, para evitar en todo momento ser aplastados por algo que venga de más arriba.

¿Cómo la práctica de lo común puede encontrar un verdadero reconocimiento por parte de las instituciones actuales?

P. D.: Si hemos constituido unos comunes, tenemos que luchar sin duda para que sean reconocidos por las instituciones, pero no tenemos que subordinar su supervivencia a ello. Cuando nace un grupo de gente que se asocia hay que tener confianza en sí mismos y en la autonomía, porque el objetivo es la defensa de lo común, no el reconocimiento.

Por ejemplo, el Teatro Valle de Roma era un recinto completamente abandonado que la gente hizo funcionar como un verdadero común. Pidieron el reconocimiento al Estado y crearon una fundación, Teatro Valle Bene Comune. Poco después, las autoridades italianas les obligaron a evacuarlo bajo la amenaza de la fuerza y lo cerraron. Y ahora, buscan una solución privada para financiarlo. ¿Hasta qué punto interesaba el reconocimiento institucional?

No obstante, es cierto que a veces las instituciones velan por el bien. En Barcelona, el nuevo gobierno municipal apoya las acciones participativas colectivas, y en Nápoles, el alcalde también es favorable a todas las iniciativas de asociación. Por ejemplo, ha legitimado la ocupación del Asilo (un espacio público dedicado a la cultura y a otros usos cívicos).

Los movimientos sociales de los últimos años, como el 15-M, han devuelto la confianza en que la acción colectiva puede cambiar el statu quo. Las listas que ganaron las elecciones municipales en Barcelona y Madrid surgieron de ellos y hoy ya forman parte del sistema. ¿Es éste el camino para lograr una nueva forma de sociedad y de política?

Ch. L.: No es cuestión de estar dentro o fuera del sistema. Las experiencias de Madrid y Barcelona nos interesan mucho precisamente porque podemos ver cómo un poder político local puede ayudar a difundir estas iniciativas (cooperativas de ciudadanos, de producción…) desde lo común a lo plural y cómo una verdadera democracia participativa puede ponerse en marcha en ciudades tan importantes como éstas.

Pensamos, de forma un poco pretenciosa, que lo que ocurre en ellas está, de forma sorprendente y entusiástica, en consonancia con lo que planteamos en nuestro último libro y con este movimiento internacional de los últimos años que impulsa la emergencia de la democracia participativa y el uso de lo común.

¿Y la sombra de la institucionalización?

Ch. L.: Por supuesto que existe un riesgo de institucionalización en el sistema, como hemos visto en Grecia: lo que ha pasado con Syriza es algo muy dramático que lo pone de manifiesto. El gobierno de izquierdas antiausteridad ha sido aplastado por las fuerzas del poder en Europa.

Pero, en el fondo, esta experiencia no es válida para todo el mundo porque todo dependerá de la fuerza que llega desde abajo, de la gente. La cuestión es ver si las alcaldesas de Barcelona o Madrid sabrán salvar la relación y el contacto con la gente, con las estructuras de base, con los grupos.

P. D.: Habrá que ver si favorecen las iniciativas de lo común o si caen en la espiral de la institucionalización.

 

[Agradecimientos a Caterina Da Lisca por su ayuda en la traducción]