La geoingeniería o ingeniería climática es, según la definición que podemos encontrar en la Wikipedia, “una propuesta que surge de las teorías científicas que abordan el problema del cambio climático formulando técnicas especialmente desarrolladas para influir en el clima terrestre estipulando como su propósito combatir el calentamiento global”.

En otras palabras, se trata de usar las tecnologías a nuestro alcance –en algunos casos aún por desarrollar– para modificar artificialmente el clima del planeta. Su objetivo es generar un enfriamiento artificial que contrarreste el actual calentamiento que, no olvidemos, también tiene un origen artificial.

Pero, ¿es realmente posible manipular a nuestro antojo el termostato del planeta? Esta posibilidad se encuentra todavía en el campo de la ciencia-ficción, pero se está trabajando –y mucho– para convertirla en realidad. Y aunque el concepto de geoingeniería es anterior a la constatación científica del cambio climático, la creciente preocupación por las consecuencias adversas del mismo ha despertado el interés por esta parcela, y con él han llegado los fondos para su desarrollo.

Una de las ideas pretende capturar directamente el CO2 de la atmósfera

Las tecnologías que se engloban dentro de la geoingeniería –un paraguas muy amplio y de límites difusos– son de naturaleza muy diferente. Algunas podrían formar parte de lo que se consideraría sentido común, como la plantación masiva de árboles para convertir los nuevos bosques en sumideros de dióxido de carbono (CO2). Otras están más próximas a la fantasía científica, como lanzar al aire trillones de microespejos para que reflejasen los rayos del Sol reduciendo el impacto de su radiación, o extraer directamente el CO2 de la atmósfera, una opción que por ahora no es posible a escala masiva y económicamente sostenible.

Pero hay un tercer grupo de propuestas, las que sí son ya hoy técnicamente posibles, pero generan enormes dudas acerca de su eficacia y sus posibles efectos secundarios. Aquí entrarían ideas como el oscurecimiento parcial de la Tierra mediante la creación de nubes o la introducción masiva de compuestos sulfúricos en la atmósfera, o como la llamada fertilización oceánica, la introducción masiva de nutrientes en los mares para favorecer el crecimiento de microorganismos vegetales para que capturen CO2.

La atracción por la geoingeniería de amplios sectores científicos, económicos y políticos puede parecer lógica. La amenaza del calentamiento global es muy grave y ya inmediata: pérdida de tierras para el cultivo, desplazamientos masivos de población, guerras, nuevas enfermedades, empobrecimiento de la biodiversidad, catástrofes naturales... Todos los simuladores climáticos señalan que, aunque se dejara de emitir CO2 de forma drástica desde hoy mismo, la subida de temperatura a lo largo de todo el siglo XXI ya resultaría inevitable. Si hay tecnologías a nuestro alcance para mitigar estos efectos, ¿por qué no usarlas?

Aunque la pregunta a hacerse en realidad es la contraria: ¿existen de verdad estas tecnologías? Dejando de lado planteamientos tan rocambolescos como el de llenar el espacio exterior de millones de pequeños reflectores –se necesitarían 20 lanzadores electromagnéticos para disparar paquetes de 800.000 espejos por medio de un misil despegando cada cinco minutos durante 20 años– las técnicas más factibles generan mayor confusión y provocan más dudas que certezas.

La Royal Society, la entidad científica británica que más ha analizado la viabilidad y las consecuencias de la geoingeniería, ha presentado un buen número de ideas para combatir tecnológicamente el cambio climático.

Sembrar nubes y fertilizar el mar

Una de ellas es la ya citada captura de CO2. El plan parece de una lógica aplastante: si el CO2 causa estragos en la atmósfera, se retira, se almacena y problema resuelto. Se trata de una opción que, hoy por hoy, no es ni económica ni tecnológicamente viable, según la Royal Society, pero en la que ya se está trabajando. Todo indica que sería más sencillo capturarlo en el momento de la emisión, pero eso es algo que por ahora sólo es posible en grandes instalaciones industriales, como las centrales térmicas de carbón o gas, responsables de una pequeña parte de las emisiones totales.

El otro gran problema surge a la hora del almacenamiento: ¿cómo guardar millones de metros cúbicos de gas de forma segura y durante miles de años? Algunos científicos proponen buscar fallas geológicas donde poder inyectarlos, o bien sumergirlos en el fondo de los océanos, una idea potencialmente peligrosa para el futuro. El proceso químico que se genera durante la creación de ciertos materiales captura CO2. Hay investigaciones tratando de modificar estos procesos naturales para hacerlos más eficientes. Otra versión es el desarrollo de plantas modificadas genéticamente para que absorban más dióxido de carbono en su fase de crecimiento.

La siembra artificial de nubes o la expulsión a la atmósfera de compuestos sulfúricos como el anhídrido sulfúrico y el ácido sulfúrico mediante aerosoles estratosféricos también podrían bajar el termómetro del planeta. Una parte sustancial de la radiación solar rebotaría en este paraguas gaseoso, reduciendo así la intensidad del calor que llega a la Tierra. La propuesta trata de reproducir el proceso generado por una explosión volcánica. La erupción de 1883 del Krakatoa (en la isla de Rakata, en Indonesia) creó una nube de azufre de tal magnitud que bajó la temperatura global 0,5 grados durante dos años. En 1991, la erupción del Pinatubo (isla de Luzón, en Filipinas) supuso un freno natural al ya entonces perfectamente documentado calentamiento global.

La comparación con los volcanes es la que hace saltar todas las alarmas. ¿Realmente alguien en su sano juicio considera posible –y además positivo– reproducir a escala masiva las consecuencias atmosféricas de una megaerupción volcánica? ¿Sabemos tanto del clima? Al modificar esta pieza, ¿cuántas más estaremos modificando sin saberlo? De hecho, lo poco que se sabe de las consecuencias de las emisiones masivas de azufre es que han generado importantes sequías y otros desastres naturales en grandes regiones del globo.

La percepción de una posible solución tecnológica fácil puede ser contraproducente

Grandes partes del océano son "zonas desiertas", según la denominación del biólogo Joseph Hart en la década de 1930. A pesar de ser ricas en nutrientes, estas áreas marinas tienen una nula actividad planctonal y, por ende, ninguna vida. Esto es debido en gran parte a la falta de hierro, elemento esencial para la fotosíntesis. Fertilizando el mar por medio del vertido a las aguas de grandes cantidades de hierro se favorecería la aparición de fitoplancton, organismos que capturarían el CO2 y que, al morir, se lo llevarían hacia el fondo del mar. Esta técnica es, en estos momentos, la más desarrollada. Ya han sido realizados diferentes experimentos al respecto, aunque con resultados más bien decepcionantes en lo que respecta a las cantidades de CO2 capturadas.

Pero aunque se consiguiera el objetivo de un fitoplancton realmente eficiente, nos encontramos con un problema similar al de la propuesta anterior: ¿conocemos suficientemente bien los océanos como para asegurar que no habrá efectos secundarios todavía más perjudiciales? La respuesta es que no. Sin ir más lejos, renombrados científicos apuntan que esta práctica, desarrollada a gran escala, podría causar el aumento de la acidificación de los océanos y el exterminio de la vida que albergan.

El científico estadounidense Alan Robock, meteorólogo de la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey, Estados Unidos), escribió en 2008 un popular artículo titulado 20 razones por las cuales la geoingeniería podría ser una mala idea (se puede leer aquí una traducción al español). 

Al margen de los motivos de carácter técnico –que pueden verse modificados según sean los avances científicos– y los éticos –que pueden verse superados si el calentamiento global empieza a ser una amenaza seria para una gran parte de la humanidad–, Robock aporta un argumento difícil de rebatir sobre la geoingeniería: "Si la gente percibe que es posible una solución tecnológica fácil al calentamiento global que permita mantener el comportamiento de costumbre, conseguir su implicación [...] para cambiar modelos de consumo y energía será aún más difícil".

Porque, ¿qué se espera de la geoingeniería? ¿Una rebaja de un par de grados de la temperatura media global que salve a la humanidad y la vida tal y como la conocemos?, ¿el control absoluto del clima que permita seguir con las emisiones a la atmósfera de forma indefinida, como si tuviésemos un aparato de aire acondicionado compitiendo permanentemente contra una estufa?

Pero existe otra razón de peso, también esgrimida por Robock: el dinero. "La estimación (económica del coste de implementar las soluciones de la geoingeniería) es de una magnitud superior a la inversión global actual en tecnología de energías renovables. ¿No sería una actitud más segura y sabia de la sociedad invertir ese dinero en energía solar, energía eólica, eficiencia energética y el secuestro de carbono?", interpela.