Sorprende ver cómo, en algunas ciudades, sobre todo en los países en desarrollo, la convivencia entre vehículos –sean de motor o no– y peatones es perfectamente posible sin apenas dispositivos de control del tráfico. Se trata de una situación inconcebible en los países occidentales, tan acostumbrados a los semáforos, los carriles especiales para autobuses y las restricciones de aparcamiento. Tenemos tan asumido este código que no nos planteamos cuál es su coste.
“La regulación del tráfico va en detrimento de la seguridad vial, la economía y el medio ambiente, además de suponer un coste extra para los conductores, los contribuyentes y la sociedad”, afirman Martin Cassini y Richard Wellings en su estudio Seeing Red: Traffic Controls and the Economy (Ver el rojo: los controles de tráfico y la Economía), publicado por el Instituto de Asuntos Económicos británico (IEA, en sus siglas en inglés).
Según los autores, la proliferación de semáforos nos resta tiempo y dinero: un retraso medio de dos minutos por cada trayecto en coche supone para la economía británica perder cerca de 16.000 millones de libras esterlinas (unos 21.000 millones de euros) al año. Una asombrosa cantidad que, tal y como defienden los investigadores, podría ahorrarse si se apagaran cuatro de cada cinco semáforos del Reino Unido, país en el que se instaló el primero de la historia.
El control vial provoca más emisiones de CO2 y mayor contaminación acústica
Fue el 9 de diciembre de 1868 en Londres, en las calles cercanas al palacio de Westminster, donde se puso en marcha aquel aparato pionero. Se trataba de un semáforo manual, obra del ingeniero ferroviario John Peake Knight, con dos lámparas de gas de colores rojo y verde, y requería la presencia de un policía para hacerlo funcionar. Desgraciadamente, explotó tan sólo un mes después de su inauguración acabando con la vida de un agente. A pesar de que se considera un hito en la regulación de la circulación, las lógicas dudas sobre su seguridad hicieron que el diseño no prosperara.
El primer semáforo automático eléctrico del mundo empezó a emitir señales el 5 de agosto de 1914 en Cleveland, Estados Unidos. Fue diseñado por Garret Augustus Morgan, quien vendió posteriormente la patente a la General Electric Corporation. En 1917, llegaron los aparatos eléctricos de tres luces, gracias a la aportación del oficial de policía de Detroit William Pots, quien agregó la amarilla para ayudar a los peatones y despejar las intersecciones. Este nuevo invento fue instalado en 1920 en Detroit y Nueva York.
Según el estudio de Cassini y Wellings, además de aligerar el bolsillo, las regulaciones viales también tienen un efecto negativo para el medio ambiente y la seguridad vial. La fabricación, instalación y mantenimiento de los sistemas de gestión de tráfico consumen gran energía y recursos: los semáforos británicos consumen 102 millones de kilo vatios hora (kWh) de electricidad al año, lo que equivale al gasto de unas 30.000 viviendas.
Asimismo, los expertos argumentan que los aparatos de regulación del tráfico provocan un mayor consumo de combustible y, por tanto, más emisiones de dióxido de carbono (CO2) y peor calidad del aire, debido a las continuas frenadas y reinicios de la marcha, así como un incremento de la contaminación acústica, y que dañan la calidad estética de las ciudades, sobre todo en los paisajes urbanos históricos.
Conductores inteligentes
Demasiadas normas, justificadas por cuestiones de seguridad que no siempre parecen razonables, reducen la atención de los conductores y eliminan la responsabilidad individual. “Los usuarios de la carretera se basan en instrucciones de una tercera persona, más que en el juicio propio sobre cómo adaptar la conducción a unas condiciones determinadas y proceder con seguridad”, esgrimen los expertos.
A pesar del perjuicio social y económico, las normas de circulación se aplican sin analizar el precio para los usuarios de las vías. “Con demasiada frecuencia, las autoridades descuidan los efectos negativos y aprueban planes aun cuando los costes superan a los beneficios”, afirman los autores del sorprendente estudio, para quienes la gestión del tráfico se lleva a cabo mediante un enfoque centralizado de comando y control, de arriba a abajo.
Las estrategias de cooperación voluntaria consiguen redes de transporte eficientes
Entre 2000 y 2014, pese al escaso crecimiento del tráfico, el número de semáforos en las carreteras británicas aumentó en un 25% y el número de señales, en un 112% desde 1993 solamente en Inglaterra. La cifra de cruces controlados por señales se ha elevado a cerca de 15.000, mientras que los pasos de peatones ascienden ya a 18.000. Crece también la presencia de carriles bus y cámaras de videovigilancia para controlar la velocidad. “Está muy claro que la gestión del tráfico se ha extendido mucho más allá de los lugares en los que podría estar justificada”, dicen los investigadores del think tank IEA.
Pero, ¿cómo podrían convivir entonces vehículos y peatones sin todas estas regulaciones? No se trata de convertir las ciudades en junglas donde el más fuerte pase el primero, sino de implementar estrategias de cooperación voluntaria entre los usuarios de la vía para articular redes de transporte eficientes, un enfoque que se conoce como espacio compartido, concepto introducido por el ingeniero holandés Hans Monderman.
Puede parecer una idea descabellada, pero lo cierto es que se ha probado con éxito en algunos lugares. En 2012, en la pequeña ciudad inglesa de Poynton, el diseñador urbano Ben Hamilton-Baillie, quien la ha aplicado ampliamente y ahora se refiere a ella como "entornos de baja velocidad", transformó el centro histórico de la localidad: suprimió semáforos, pasamanos, señales de tráfico y bolardos y redujo el número de carriles para ampliar las aceras y ofrecer más espació para el estacionamiento. Los cambios aportaron prontos beneficios: los tiempos de viaje se redujeron pese a que los conductores circulaban lentamente y reducían la velocidad para dar paso a los peatones.
Hay más ejemplos. En 2002, se puso en práctica en Drachten (Países Bajos) y en 2007, en Bohmte (Alemania), donde más del 80% de los semáforos acabaron en el desguace. Son muestras de que la libre regulación puede funcionar en las carreteras, pero sólo con la cooperación de la población: con un mayor grado de respeto mutuo y actuando de forma razonable, teniendo en cuenta la seguridad propia y la de los demás.