José Manuel Durão Barroso, presidente de la Comisión Europea, se mostró eufórico esta semana al presentar el último acuerdo de la UE sobre cambio climático, emisión de gases de efecto invernadero y políticas energéticas. Tras unas duras semanas de enfrentamientos entre los estados miembros y dentro de la propia Comisión–hasta cinco comisarios, los de Energía, Medio Ambiente, Cambio Climático, Industria y Competencia tienen competencias directas en la materia–, Durão Barroso se alegró de poder presentar unos compromisos que describió como "ambiciosos y realistas".

Pero para el movimiento ecologista, las ONG y los expertos del mundo científico que han seguido el proceso, los acuerdos comunitarios no son para nada “ambiciosos” y mucho menos “realistas”, sino que suponen la rendición de Europa a los intereses del lobby petrolífero y la renuncia a liderar a nivel internacional la lucha contra el cambio climático y por un nuevo modelo energético global.

La Comisión se fija un 40% menos de emisiones y un 27% de renovables para 2030

Hasta ahora, los objetivos sobre los que trabajaba la UE eran los conocidos como 20-20-20: reducción de un 20% de las emisiones de CO2 respecto los índices de 1990, conseguir que el 20% del consumo energético provenga de fuentes renovables y lograr una eficiencia energética un 20% superior. Todo ello para 2020.

Por ahora, parece que el primero es el que está más cerca de conseguirse. En 2012 ya se había alcanzado un 12% menos de emisiones y la desindustrialización del continente y la crisis económica son unos paradójicos aliados de este objetivo. El segundo parece inalcanzable –actualmente, las energías renovables suponen el 13,5% del mix energético continental–, mientras que el tercero es muy difícilmente evaluable.

El nuevo compromiso alcanzado esta semana implica una nueva fijación de objetivos para 2030. En este caso, se trata de reducir en un 40% las emisiones de gases de efecto invernadero –siempre respecto a 1990– y ampliar hasta un 27% la presencia de las energías renovables. Unas cifras que a primera vista podrían parecer “ambiciosas”, como alardeaba Durão Barroso, pero que en realidad suponen un paso atrás en lo que hasta el momento era uno de los proyectos estrella europeos para mantener un cierto liderazgo global.

Por un lado, según señala Greenpeace, “una reducción de sólo un 40% de las emisiones supone olvidarse del objetivo de mantener la temperatura media mundial dos grados por debajo de lo que se considera el nivel de peligro”. A partir de ese aumento, los científicos advierten de que las consecuencias del cambio climático pueden ser irreversibles.

Presiones de la industria

Por otro lado, prosiguen los ecologistas, “un crecimiento de sólo un 7% de las energías renovables puede desincentivar las inversiones en este campo y resultar aún más difícil de lograr que otro compromiso más elevado”. A la supresión de las subvenciones a las energías renovables en España –donde incluso se ha cargado la autoproducción con un elevado impuesto especial– ha seguido la reducción de las ayudas en Alemania, en lo que parece ser una nueva e imparable tendencia europea donde se priman los intereses económicos a corto plazo frente a un cambio de modelo más sostenible y barato a largo plazo.

Y, por si todo esto pudiera parecer poco, el acuerdo actual –a diferencia del anterior– renuncia igualmente a establecer objetivos nacionales que puedan ser verificables y cuyos incumplimientos puedan por tanto derivar en sanciones. Una renuncia que puede convertir los actuales compromisos en mero papel mojado sin una voluntad política real de los gobiernos país por país.

No hay que ser meramente idealista. Tras los propósitos europeos de liderar la transición energética global –con inversiones y ayudas importantes a las renovables y la eficiencia energética– no había solamente un convencimiento más o menos auténtico de los dirigentes comunitarios presionados por unas opiniones públicas bastante concienciadas. Existe también un continente superpoblado, con un elevado nivel de vida y de consumo energético; y sin prácticamente reservas energéticas tradicionales en su territorio.

Los estados dejan de apoyar las energías limpias y apuestan por la nuclear y el 'fracking'

Para Europa, la transición hacia un nuevo modelo energético no sólo era una cuestión ética o ecológica, sino también una necesidad estratégica de primer orden si pretendía continuar teniendo un papel mínimamente relevante en el mundo del futuro. Y, además, era una oportunidad de oro para establecer un liderazgo global en una problemática como la del cambio climático, que afectará –afecta ya– millones de personas en todo el planeta y que despierta escaso interés entre las otras potencias tradicionales –EE UU y Rusia– o emergentes –China, India o Brasil–.

Pero para mantener esta opción había que tener la capacidad de resistir las presiones de la industria energética tradicional, empeñada en mantener o acrecentar sus cuentas de resultados a fin de trimestre. Y parecía que la Comisión Europea lo iba logrando... hasta ahora.

La crisis económica, con los ciudadanos mirando con lupa la menor subida de precios, la factura de la luz o las dígitos del surtidor de la gasolinera, han minado las simpatías de diferentes gobiernos hacia las políticas ambientales. A esto hay que sumar las presiones de los sectores industriales, que ven como los EE UU han conseguido bajar sensiblemente el precio del gas gracias a las nuevas técnicas de extracción no convencional –el polémico método conocido como fracking–. Un fracking, por cierto, que la Unión Europea ha renunciado a regular, dejando el tema y todas sus inmensas repercusiones medioambientales en manos de los estados miembros.

Así que cada vez son más los gobiernos que optan por favorecer la energía nuclear –caso de Francia– o el fracking –como el Reino Unido y Polonia– con España alineada con ambos frentes. Poco importa ahora si los países abastecedores de uranio son inestables o si el precio de los hidrocarburos tiende a subir de forma imparable por muchas promesas de vuelta al maná de hace 50 años que hagan los profetas del fracking.

Y aún importa menos que los primeros refugiados climáticos del mundo en desarrollo ya estén llegando a Ceuta y Lampedusa y que el planeta se enfrente a cada vez más fenómenos meteorológicos extremos. Cada vez más frecuentes y más extremos.

Parece que Europa haya renunciado, no sólo a tratar de salvar el clima –o al menos a liderar los cambios necesarios para hacerlo– sino incluso a impulsar una transición económica y tecnológica imprescindible para su supervivencia como modelo social avanzado, cohesionado y sostenible y con cierto peso político y diplomático global. Eso sí, las cuentas de resultados y los repartos de beneficios de un puñado de grandes empresas energéticas están a salvo.