En los alrededores de Valencia, allí donde la ciudad cambia de nombre, bajo la sombra de los rascacielos construidos durante el apogeo de la burbuja inmobiliaria, aún es posible ver de buena mañana tractores camino de la huerta. Una mezcla deliciosa de lo rural y lo urbano, aunque lo segundo esté avasallando claramente a lo primero. De hecho, la mayoría de las parcelas se encuentran ahora vacías, llenas de maleza y basura, y su única función es convertirse en precarios aparcamientos provisionales donde los coches se cubren de polvo o, si llueve, de barro.

Algunos de estos solares son propiedad del banco malo o de promotoras inmobiliarias sujetas a concurso de acreedores pero, para sorpresa de quien lo descubre, hay muchos otros que no. Pertenecen todavía a sus dueños originales, campesinos a los que pilló el pinchazo de la burbuja sin llegar a vender, mientras resistían a la espera de una oferta aún más suculenta de algún promotor por su parcela.

No se construyó finalmente en esas tierras, pero tampoco se cultivan. La elevada edad de muchos de sus propietarios, sumada a la falta de relevo generacional en el sector agrícola, contribuye al abandono de unas fincas antaño muy productivas.

Si la finca no lleva tres años sin producir, Hacienda grava su venta o cesión

Pero hay otro motivo que explica esta desatención. Fue descubierto por casualidad por un profesor de secundaria, Francesc Guaret, cuando trataba de conseguir la cesión de un solar en desuso frente al centro educativo en el que trabaja para usarlo con fines pedagógicos con sus alumnos.

La respuesta del propietario fue que aún tenía la esperanza de venderlo y que, si el campo producía, Hacienda se quedaría con un buen pico del precio del terreno. Guaret, sorprendido, investigó hasta encontrar en el Boletín Oficial del Estado (BOE) la Disposición Transitoria Novena de la Ley 35/2006 del IRPF, perdida en el océano de artículos de una prolija normativa legal sobre la fiscalidad directa de más de 300 páginas.

En ella, se especifica que los campos rústicos que lleven tres o más años sin producir no sufrirán una carga fiscal en el momento de su venta o traspaso, siempre que haga 10 años o más de su adquisición. O sea: para conseguir vender o dejar en herencia un campo sin que la Administración arranque una buena tajada de la operación, éste debe llevar abandonado un mínimo de tres años.

Cesión desinteresada

Guaret no se rindió, buscó asesoramiento legal y acabó encontrando una forma de conseguir la cesión del campo sin perjudicar económicamente a su propietario. Según un abogado consultado, si el instituto de enseñanza media y el propietario firmaban un convenio que fijara la cesión como desinteresada y sin ánimo de lucro, no podría considerarse que el solar estuviera “afecto a actividad económica”, con lo cual no podrían cobrarse los impuestos derivados de ésta.

Pero un nuevo baño de realidad frustró una vez más el proyecto de huerto pedagógico. Quien tiene la potestad de determinar si un campo está “activo económicamente”, independientemente de las pruebas, contratos o fotos que se aporten, es la Agencia Tributaria.

Y ahora, en plena campaña recaudatoria, sus funcionarios tienen suficiente con ver el campo arado para considerarlo como tal. La única opción del afectado es recurrir a la justicia –con los fuertes costes económicos y en términos de tiempo y energías que ello comporta– o pagar escrupulosamente las tasas. Moraleja: a cualquier labrador que ya no pueda trabajar y quiera vender su campo o espere dejarlo a sus hijos, le conviene que se quede abandonado. Cuanto más abandonado, mejor.

Algunos ayuntamientos promueven bancos de tierras para aprovechar estos solares

Valencia –una gran ciudad de casi 800.000 habitantes que sin embargo está muy próxima a la huerta– es un caso paradigmático de las consecuencias de esta política, pero estas se pueden apreciar por toda España. Tierras baldías, llenas de suciedad y focos de infecciones, plagas o incendios, en lo que podrían ser huertos bien cuidados y productivos. Y situados cerca de las ciudades, donde las tierras rústicas con esperanza de convertirse en urbanizables adquieren mayor valor.

Pero no se trata simplemente de un problema paisajístico. Con la llegada de la crisis, son numerosos los ayuntamientos que están promoviendo la creación de bancos de tierras en los que los propietarios cedan de forma desinteresada terrenos en desuso a vecinos en paro para que puedan producir alimentos para el autoconsumo o para circuitos cortos de distribución –mercados locales, cooperativas de consumo, etc.–. Se trata de una opción que muchos municipios ven como alternativa para dinamizar la economía local ante el hundimiento del sector de la construcción.

Según Per l'Horta, movimiento ciudadano que promueve la defensa y recuperación de las zonas agrícolas que rodean la capital valenciana, y que reclama la derogación de este artículo de la ley, muchos de estos municipios se están encontrando con grandes reticencias por parte de los propietarios, en gran parte por miedo al pago de posibles futuras tasas. Son los efectos de la Disposición Transitoria Novena.