Ni es un filia ni tampoco se trata de un tipo de fetichismo. Ni siquiera se trata de lo que un estudio ha dado en bautizar como "vegasexuales", que serían quienes deciden no mantener relaciones sexuales con alguien que ingiera alimentos de origen animal. Es, afirman sus impulsores, "hacerle el amor al planeta". No de forma física, sino gozando de los estímulos de la naturaleza con los cinco sentidos. El término, como muchos de los nombres de los conceptos posmodernos, proviene de una contracción: de ecologismo y sexualidad. Y sus practicantes se autodenominan ecosexuales.

Es por tanto una denominación que hace alusión a aquellos que tratan a la naturaleza como a un amante. Como un ser que nos acoge pero que también nos ama. Por eso hay que cuidarlo y rendirle pleitesía. Y de ahí que, desde su punto de vista, a la hora de tomar decisiones en relación con la vida amorosa o sexual, como elegir pareja o mantener relaciones esporádicas, haya que fijarse en si la otra persona es respetuosa con el medio ambiente o si las condiciones del encuentro no dañan nuestro entorno.

El movimiento fue creado en 2011 por Beth Stephens y Annie Sprinkle en los EE.UU

La iniciativa proviene de Beth Stephens y Annie Sprinkle. Estas dos artistas estadounidenses introdujeron la ecosexualidad en 2008, pero hasta 2011 no crearon el movimiento, que mezcla arte, ecologismo y sexo. Desde entonces, cuando definieron sus bases con un manifiesto, la pareja se ha casado simbólicamente con la Tierra, ha iniciado una gira de promoción de la iniciativa, ha impartido conferencias y ha iniciado el rodaje de un documental llamado Here come the ecosexuals (Aquí vienen los ecosexuales).

En su página web, hablan de "un encuentro entre el arte, la teoría, la práctica y el activismo" y se describen como "acuófilos, terrófilos, pirófilos y aerófilos". "Abrazamos los árboles sin pudor, masajeamos las tierra con los pies y hablamos eróticamente a las plantas. Nadamos desnudos, somos adoradores del sol y observadores de las estrellas. Acariciamos las rocas, disfrutamos de las cascadas y a menudo admiramos las curvas de la Tierra. Hacemos el amor a la Tierra con nuestros sentidos. Celebramos nuestro punto E. Somos muy guarros", añaden a la explicación de esta nueva "identidad sexual" que promete "amor, honor y aprecio" al planeta Tierra hasta que los acontecimientos "les junten de nuevo".

Junto a este afecto infinito a la naturaleza, el manifiesto alega también por rescatar a nuestro medio de las tropelías cometidas en su contra y de utilizar técnicas no agresivas en su empeño. "No aprobamos el uso de la violencia, aunque reconocemos que algunos ecosexuales pueden optar por luchar contra los más culpables de destruir la Tierra mediante desobediencia pública, anarquismo y estrategias radicales de activismo ambiental. Nos adherimos a las tácticas revolucionarias del arte, la música, la poesía, el humor y el sexo. Trabajamos y jugamos sin descanso por una justicia planetaria y por la paz mundial", indican.

Más de 30.000 millones de unidades  

La ecosexualidad, por tanto, pasa por algo más que llevar a cabo unas prácticas sexuales que no afecten negativamente al medio ambiente ─proponen no hacer el amor con la luz encendida, compartir la ducha o usar afrodisíacos orgánicos─ y marca algunas pautas que pueden proporcionar un placer sano y ecofriendly. Apunten: abrazar árboles y oler su aroma, masticar flores paladeando su textura, acariciar la hierba o rodar por ella, bañarse desnudo y sentir el flujo del agua o palpar la fruta y deleitarse (como mejor se antoje) con ella.

La tendencia volvió a recuperar cierto protagonismo la pasada primavera gracias a la Ecosexual Bathhouse, una instalación artística promovida por los performers Ian Sinclair y Loren Kronenmyer. Situada en el jardín botánico Victoria de Melbourne (Australia) dentro del festival Next Wave, la casa del baño se separaba en seis compartimentos entre los que se encontraban la "sala de polinización", el "agujero glorioso" del compostaje o la zona "de jugar con el viento".

Los juguetes eróticos plantean un problema de gestión de residuos hasta ahora inexistente

Como prácticamente todas las actividades humanas, el sexo tiene hoy en día un impacto ambiental debido a los objetos y complementos de que se lo ha rodeado en nuestro tiempo, aunque poco a poco empiezan a surgir iniciativas que favorecen el tratamiento responsable de los mismos una vez acabada su vida útil. Así, por ejemplo, la mayor parte de los preservativos ─sin lugar a dudas, el medio más eficaz para evitar embarazos no deseados y contagios de enfermedades de transmisión sexual─ se fabrican con látex o poliuretano, a los que se añaden agentes estabilizantes y se los somete a un proceso de vulcanización (endurecimiento por medio del calor) para que pierdan su naturaleza biodegradable.

Los agentes químicos empleados para su conservación y lubricación resultan nocivos para el medio ambiente, tanto en su proceso de producción como cuando deben eliminarse. Además, las plantaciones suelen invadir territorios robados a las selvas tropicales causando deforestación, y las condiciones de vida de los recolectores de látex en diversos países suelen ser de enorme precariedad. El mercado mundial consume más de 30.000 millones de unidades anuales, según datos del sector. 

Igualmente, los juguetes eróticos plantean un problema de gestión de residuos que hasta ahora no existía. Los que no llevan motor ─salvo si son de vidrio, en cuyo caso se pueden depositar, previo lavado, en el mismo contenedor que los envases de este material─, están fabricados con plásticos, que son derivados del petróleo, de metal o de látex. Esa mezcla impide poderlos depositar directamente en cualquiera de las opciones clásicas de la recogida selectiva.

Más complicado es el reciclaje de los que llevan motor, puesto que incorporan piezas electrónicas, antenas, tarjetas, pilas o baterías, elementos todos ellos que resultan muy difíciles de separar, pero cuyo aprovechamiento resultaría muy beneficioso. Algunos podrían ir al punto limpio, donde se depositan los pequeños electrodomésticos, pero la mayoría acaban en los contenedores de la fracción de rechazo. Y contienen materiales altamente contaminantes.