En abril de 2014, los habitantes de Flint, una ciudad del estado de Michigan (Estados Unidos), empezaron a notar que el agua que salía por sus grifos tenía un olor desagradable y un sabor extraño. Preocupados, muchos de ellos avisaron a las autoridades locales, quienes aseguraban una y otra vez que el líquido era tratado apropiadamente y era apto para el consumo. Durante meses, los 100.000 residentes en esta población siguieron utilizando el agua que manaba por sus grifos ignorando que estaba envenenada.

Estaba contaminada por plomo, un metal pesado altamente tóxico que se va acumulando en el organismo y que, por ejemplo, en adultos aumenta el riesgo de hipertensión arterial y de lesiones renales. Es especialmente perjudicial para los niños de corta edad, pues afecta al desarrollo del cerebro y del sistema nervioso, reduciendo el coeficiente intelectual, generando cambios de conducta y fomentando comportamientos antisociales. Se trata de un daño permanente e irreversible.

El plomo afecta al desarrollo del cerebro y del sistema nervioso de los niños de corta edad

Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la exposición de los niños a la sustancia causa cada año 600.000 nuevos casos de discapacidad intelectual. Otro sector vulnerable es el de las embarazadas, puesto que el plomo les puede causar abortos, muerte fetal, parto prematuro, bajo peso del bebé al nacer y malformaciones leves en el feto, detalla la OMS.

Para ir al origen de la crisis sanitaria, ambiental y política que vive hoy Flint hay que retroceder en el tiempo cerca de dos años. Fue entonces cuando las autoridades locales cambiaron el suministro de agua a la ciudad desde el lago Huron (que les llegaba a través de la red de la mayor urbe del estado, Detroit) por el río Flint con la intención de ahorrar dinero público, escaso en esta población situada en el llamado Cinturón del óxido estadounidense, donde ya nada queda de los tiempos prósperos posteriores a la Segunda Guerra Mundial que llegaron de la mano de la industria del metal y del automóvil.

Desde finales de los 80, del pasado siglo, la ciudad está sumida en una profunda depresión económica. La población, predominantemente afroamericana, sufre la falta de empleo y de recursos –el 40% vive por debajo del umbral de la pobreza–, así como la delincuencia: Flint tiene una tasa de crímenes violentos per cápita siete veces superior a la media nacional.

Ante tal contexto, la idea de tratar de aligerar las cargas de las arcas públicas podría parecer, a priori, acertada, si no fuera por algunos pequeños detalles. El gobernador de Michigan, el republicano Rick Snyder, ha reducido el coste de los servicios públicos, como el suministro de agua potable, y también los impuestos a los más pudientes, mientras que se los ha aumentado a las clases medias. Alega que su objetivo con ello es reactivar la economía del estado.

Así que se decidió abastecer a la ciudad con el agua del río Flint, de 106 kilómetros de longitud, sin tener en cuenta que está tan contaminada, con altos niveles de cloruros, que resulta altamente corrosiva para las cañerías de plomo. Los expertos ambientales advirtieron a los líderes políticos de los peligros de utilizarla, pero no fueron escuchados. Al no aplicar medidas para depurarlas antes correctamente, las sustancias químicas que arrastra el agua disolvieron el plomo de las viejas tuberías y lo llevaron hasta las viviendas. “El agua del río Flint corroe las tuberías de plomo hasta 19 veces más que la proveniente de Detroit”, explica el profesor de ingeniería civil de la Universidad de Virginia, Marc Edwards basándose en sus propias investigaciones.

Conflicto racial 

Las quejas de los vecinos no tardaron en llegar, pero los dirigentes siguieron haciendo oídos sordos. Hasta que, en septiembre pasado, un hospital de la zona detectó que la cantidad de niños con altos niveles de plomo en la sangre se había duplicado desde que se había cambiado la fuente de agua de boca. Un mes después, el gobierno decidía volver al antiguo proveedor, pero el daño ya estaba hecho. Y continúa produciéndose: todavía hoy, aunque el líquido es de buena calidad en origen, sigue filtrándose algo de plomo arrastrado de las corroídas paredes de las tuberías.

A principios de año, a petición de la nueva alcaldesa, Karen Weaver, y como una solución a corto plazo, se declaró el estado de emergencia en la ciudad y se empezó a distribuir agua embotellada y filtros entre la población. Durante las últimas semanas, el escándalo ha ido cobrando mayor dimensión. Y es que las autoridades anunciaron que empezarían a cortar el suministro a aquellos usuarios que no han pagado el recibo desde que se supo que el agua era tóxica, unas facturas que en muchos casos superan los 100 dólares (unos 92 euros) mensuales.

Hoy sigue filtrándose el metal tóxico arrastrado de las corroídas paredes de las tuberías

A medida que se van destapando las negligencias de los políticos, ruedan las primeras cabezas. De momento, ya ha dimitido la administradora de la Agencia de Protección Ambiental (EPA) para el Medio Oeste, Susan Hedman, quien tuvo en sus manos en junio de 2015 un informe de la propia EPA que alertaba sobre los altos niveles de plomo del agua corriente de Flint, al que no dio importancia.

El cineasta Michael Moore, nacido en Flint, ciudad a la que dedicó la película documental Roger & Me, lidera una batalla para exigir también la dimisión y hasta la detención del gobernador de Michigan, quien, según ha destapado la prensa, supo de los problemas de la calidad del agua en febrero de 2015 y se cruzó de brazos, mientras los más pobres de la ciudad continuaban bebiendo veneno.

El director también ha tachado la crisis de conflicto racial: “Todo el mundo sabe que esto no habría ocurrido en ciudades de Michigan de mayoría blanca como West Bloomfield, Grosse Pointe o Ann Arbor. Todo el mundo sabe que en ellas lo hubieran arreglado antes si hubiera habido dos años de quejas de los contribuyentes y un año de advertencias de científicos y médicos”; es el llamado “racismo medioambiental”.