Nauru es el tercer país independiente más pequeño del mundo, con apenas 21,3 kilómetros cuadrados –sólo tienen una menor extensión Mónaco y la Ciudad del Vaticano– y una población que ronda los 10.000 habitantes. Además es el único estado de la comunidad internacional que no cuenta con una capital oficial.

Situado en el océano Pacífico, al noreste de Nueva Guinea y justo por debajo del Ecuador, este atolón coralino podría haber sido, por sus playas de arena blanca y espesas selvas tropicales, un lugar paradisíaco del mismo renombre turístico que Tahití, las Maldivas o Hawai. De hecho, los primeros navegantes europeos que la visitaron la llamaron Pleasant Island (isla Agradable).

Pero su modelo de desarrollo económico lo impidió. En 1903 empezaron a explotarse los yacimientos de fosfato que había en la isla, que durante prácticamente un siglo fueron la principal fuente de su prosperidad.

La acidificación y contaminación del suelo impiden toda clase de cultivo

Cuando Nauru logró su independencia, en 1968, tenía el ingreso per cápita más alto del mundo, de casi 50.000 dólares al año, y un PIB equivalente a 2,4 millones por habitante. En muchos índices económicos de la década de los 70 era considerado un país desarrollado.

El fosfato, un producto usado en todo el planeta como fertilizante, y de forma masiva a partir de la revolución verde de los años 60 y 70, era un recurso limitado y no renovable. Conocido también como guano, y formado por milenios de acumulación de excrementos de aves y focas, la explotación intensiva lo esquilmó en la isla en menos de un siglo. Al empezar la década de los 90, las reservas de fosfato ya casi estaban agotadas. Pero su extracción había arrasado el 90% del territorio.

Una vez liquidado el único recurso económico en el que se había centrado la economía del país, el Gobierno trató de administrar las rentas del enorme patrimonio en el que se habían invertido los beneficios, principalmente en Australia y Europa. Pero la corrupción y la mala gestión truncaron el plan de crear un país de rentistas.

Las reservas que debían mantener al estado en funcionamiento pasaron de 1.000 millones de euros en 1991 a un centenar de millones en 2002. Después vinieron los impagos de la deuda externa –lo que obligó a liquidar el resto de propiedades inmobiliarias en el extranjero en 2004–, el despido de funcionarios, las rebajas salariales, las primeras revueltas, una creciente inestabilidad y hasta 26 cambios presidenciales en los últimos 28 años.

Más allá de la falta de liquidez y la mala gestión, el problema de Nauru es mucho más profundo. Las extracciones de fosfatos del centro y el norte de la isla arrasaron completamente todo el ecosistema de la isla. La vegetación originaria fue exterminada y los altísimos niveles de contaminación y acidificación del suelo por culpa de minerales como potasio, sodio y amonio impidieron su uso posterior para cultivos. Sólo la incombustible palma de coco pudo sobrevivir.

El ejemplo de Pascua

En esta situación, es absolutamente imposible que el país pueda alimentar a su población. Depende de la importación de prácticamente de todos los productos. Como la isla se encuentra en medio del Pacífico, bastante lejos de sus centros de aprovisionamiento –Australia, Nueva Zelanda, Japón y otros países insulares de este océano–, el acceso a alimentos frescos es casi una quimera.

Y, debido a su ausencia, las enfermedades relacionadas con los desequilibrios alimenticios se han convertido en auténticas pandemias. La obesidad afecta al 97% de los hombres y al 93% de las mujeres, y un 45% de la población sufre diabetes de tipo 2.

Por esta causa, el índice de fallos renales y cardíacos es de los más altos del mundo. De hecho, uno de sus últimos presidentes, Bernard Dowiyogo, murió de un infarto durante una visita oficial a Estados Unidos. La misma causa de fallecimiento se llevó a su sucesor, René Harris, en 2008.

Por si esto fuera poco, Nauru es uno de los 10 países más amenazados por el calentamiento global. El aumento del nivel de los océanos es ya un peligro real, con efectos tangibles a día de hoy: los habitantes de primera línea de mar tienen que rehacer las escolleras a diario para defender sus casas. Una situación que se repite tanto en Nauru como en otras islas del Pacífico y algún otro país continental de altitud casi nula, como Bangladesh.

Ante la falta de alimentos frescos, más del 90% de los habitantes son obesos

“La franja donde vive mi gente está dos metros sobre el nivel del mar. Estamos atrapados: un desierto a nuestra espalda y, de frente, una terrorífica y creciente riada de proporciones bíblicas”, aseguró Kinza Clodumar, entonces presidente de Nauru, durante la Cumbre del Clima de Kioto de 1997.

En aquel momento, la “terrorífica y creciente riada” era todavía una posibilidad, pero ya se ha hecho realidad para uno de los países que menos ha contribuido a la emisión de gases de efecto invernadero, aunque sí tenga una mayor responsabilidad –compartida con británicos y australianos, primeros explotadores de fosfatos en la isla– por lo que respecta a la amenaza del “desierto a nuestra espalda”.

A 9.300 kilómetros al sudeste de Nauru se encuentra la isla de Pascua, o Rapa Nui, famosa por su misteriosa y ancestral cultura, creadora de las espectaculares estatuas llamadas moais.

La sociedad originaria de Rapa Nui ha sido estudiada por otra razón que recuerda mucho a la que padece el actual Nauru. El arqueólogo británico Paul Bahn, uno de los mayores expertos en la isla, ha concluido tras diversos estudios que un modelo ambientalmente insostenible llevó al colapso de aquella civilización. “En Pascua quedaba un último árbol y lo talaron”, asegura.

Aunque Bahn va mucho más allá en sus comparaciones. Para el investigador, el ejemplo de Rapa Nui no sólo es aplicable a casos concretos y localizados como el de Nauru, sino que es todo el planeta el que corre el riesgo de sufrir un destino similar a nivel global. Aunque conserva un punto para la esperanza: “Al final, los habitantes de Rapa Nui sobrevivieron gracias a la capacidad de adaptación del ser humano”.