Avelina no me quita el ojo mientras intento manipular el trozo de lana recién esquilado. Primero se pone algo seria –un poco, diría, porque es tan dulce que casi no lo parece– y luego, junto con las otras cuatro señoras que nos acompañan, estalla a carcajadas: “No, no es así”, dice en un guiño, mientras coge rápidamente el huso de madera, y convierte en dos segundos la lana en un sólido hilo. “Así, ahora prueba”. Esta vez me va un poco mejor.

Avelina y las señoras que la acompañan pertenecen a la comunidad quechua de Amaru, que habita a 3.600 metros sobre el mar, en el Valle Sagrado de los Incas, en el Cusco. Salvo alguna expresión suelta, todas ellas hablan, ríen y gesticulan en quechua, la lengua que hablaron los incas. “El quechua es más dulce para hablar”, me dijo una vez un campesino de otra comunidad.

Se calcula que el quechua, junto con el imperio incaico, se expandió hasta Colombia y Argentina. A pesar de ser lengua oficial en el Perú, el estado hace muy poco por proteger en la práctica su lengua original, que, por el contrario, fue –y aún es– considerada un signo de “atraso” en las ciudades y vive un preocupante retroceso. Pero allá en las comunidades campesinas de los Andes siguen hablando y sintiendo en quechua, y gracias a ello preservan el idioma para el mundo.

El estado hace muy poco por proteger en la práctica su lengua original, el quechua

No es lo único que se encargan de mantener a salvo. Amaru es parte, como algunas de sus comunidades vecinas, del “parque de la papa” –uno de los pocos proyectos de estas características en el mundo– que junto con el Centro Internacional de la Papa (CIP) mantienen la agrobiodiversidad de este útil alimento.

En Perú existen más de 3.000 subvariedades de papas. De todas las formas, tamaños y sabores inimaginables; para diferentes usos y épocas; y por supuesto, con nombres en quechua como papa canchan, papa tomasa, papa huayro, papa huamantanga, yana ch’uros, phaspa chuncho y puka pitik’iña.

Para mantener viva la tradición de la patata no basta con el conocimiento ni la tecnología. Ni tan siquiera con el impresionante banco genético del CIP. Se necesita de esa relación humana de las mujeres y los hombres de los Andes con su tierra, que incluye la rotación de cultivos y el uso de piensos ecológicos. Es una práctica social y cultural tejida lentamente durante siglos, donde la relación con los alimentos y la tierra supera el aspecto funcional.

Por eso, Avelina y sus compañeras, antes de recoger las plantas con las que van a elaborar tintes naturales para teñir sus lanas, extienden sobre la tierra un manto lleno de hojas de coca. Con manos rápidas eligen las tres más lindas y las colocan en dirección a la salida del sol. Luego, una de ellas levanta las tres hojas seleccionadas unidas y agradece bajito y rápido a la Pachamama y a los apus lo que les ofrecen, según me explica mi acompañante y traductora, Margot.

Recorremos una parte de su chacra y nos señala las habas, las patatas y los mellocos. Caminamos entre los cultivos, mientras atisbo en el horizonte las montañas y el valle con sus pequeños pueblos mestizos al borde del río Urubamba.

El turismo rural comunitario revaloriza las tradiciones culturales del país

Hace unos años las familias de Amaru entraron en un programa de turismo rural comunitario. Como parte de su propia iniciativa y apoyados por algunas ONGs, los habitantes de estas comunidades, agrupados en asociaciones de familias, participaron en talleres y reuniones para “poner en valor” sus tradiciones culturales, especialmente la textil. Así, reciben visitantes, a los que enseñar y hacer partícipes de su día a día, y venden sus tejidos a precios justos.

El proyecto benefició a todas las familias, pero sobre todo a los jóvenes –que encontraron una posible salida complementaria a la agricultura que les evita el tener que emigrar– y a las mujeres –que ven la posibilidad de generar ingresos propios y revalorizar su trabajo–.

En este contexto, el turismo rural comunitario, bien entendido, es una buena alternativa para proteger las tierras y los recursos de las comunidades y para mantener el delicado equilibrio de la diversidad de la agricultura, la cultura y la lengua.

Para los viajeros es una oportunidad única de ser parte de ello y, por supuesto, de aprender y vivir una experiencia de contacto humano en un entorno de respeto mutuo. Avelina te invita a acompañarla a tejer ese hilo de la historia, a hacerlo en la manera pausada y cuidadosa que a veces olvidamos. Por eso apostamos con ellas y ellos por este modo distinto de recorrer la ruta Amaru.