Su libro ¿A quién vamos a dejar morir? se publicó el pasado octubre y remarca la importancia de la sanidad pública para el progreso de una sociedad y especialmente en situaciones graves como la que estamos viviendo. ¿Ha sido profético?

Volver a los pasajes del libro en estos meses me está sorprendiendo gratamente (con todas las comillas que se puedan poner en este adverbio) porque veo que no envejece mal en este aspecto. De hecho, en situaciones tan disruptivas como las que estamos viviendo podríamos comprobar si algunas hipótesis se tambaleaban y ¡qué va! Esta crisis pone en evidencia que las políticas en el ámbito sanitario tienen un impacto fundamental en la gente. Evidencia el valor de lo público, eso que nos queda cuando todo lo demás falla.

Además, el título del libro parte de las decisiones que se toman en diferentes ámbitos (empleo, renta, educación, salud) y acaban estratificando quién vive y quién muere. En una situación de alta demanda y escasos recursos, como la que hemos vivido, se condena a tener que elegir. Y se extiende a quién vamos a dejar morir en residencias de ancianos. En definitiva: si las decisiones políticas inciden en la salud, también inciden en quién vamos a dejar morir.

Marta Sibina Camps, enfermera y diputada de En Comú Podem, dice en el prólogo que fue un gran apoyo durante su tiempo en el Congreso. ¿Se ha alejado la política de la sanidad? ¿Se ha dejado la sanidad en manos de meros burócratas?

El ministerio de Sanidad, por ese desprecio sistemático al que se le ha sometido, ha sido casi el lugar donde pagar favores políticos. Ha tenido al frente a muchos cargos orgánicos: miembros fuertes del partido, pero que no están en un ámbito donde desarrollar su actividad. En el PSOE tuvimos a Trinidad Jiménez o Leyre Pajín y en el PP a Dolors Monserrat, Alfonso Alonso o Ana Mato. Todas son gente con peso en la estructura del partido, que han ido en unas listas en las que nadie quería ir, y este ministerio fue la recompensa. Desde luego, sería impensable poner en el ministerio de Economía a alguien que no hubiera tenido contacto con la economía.

Por otro lado, también creo que sobrestimamos la necesidad de que el cargo que esté en lo más alto haya tenido una práctica diaria de lo que está haciendo. Y creo que en muchas ocasiones es casi mejor alguien humilde con capacidad de coordinar grupos y de ceder. Hay una diferencia muy clara entre la gestión de esta crisis y la gestión del ébola, por ejemplo. En esta crisis, el responsable de la comunicación no es un ministro sino un experto, un técnico de alto nivel como Fernando Simón.

Afirma que “la salud es un bien colectivo”. ¿Nos hemos dado cuenta ahora?

Parece claro que, ahora más que nunca, vemos la relación de interdependencia con la salud. Para que los demás no se infecten, me tengo que quedar en casa; para que los que se infectan tengan camas en el hospital, yo tengo que cuidarme; para que las personas mayores y vulnerables estén seguras tenemos que conseguir que los jóvenes no sean transmisores del virus. Queda claro que la interdependencia en la salud es la traducción de la colectividad de ese bien. Y como es un bien colectivo, su defensa y su cuidado solo se pueden abordar desde la colectividad. No ha habido mejoras de salud pública que hayan provenido de lo individual.

Esa idea de que el dinero donde mejor está es en el bolsillo de los contribuyentes, que sostienen todavía algunos liberales como forma de oponerse a los impuestos, plantearía un problema: ¿Quién tiene la capacidad para pagarse la estancia de 15 días en una UCI?

Un interrogante que se pone de manifiesto en Estados Unidos, uno de los países a los que alude en el libro.

Estados Unidos es el modelo del sistema que uno no quiere tener si le toca algo de esto. Porque no solo se hace un énfasis en la individualidad, sino que las bolsas de exclusión son tan tremendamente grandes que afectan a una parte desmesurada de población. Cada día se ven los sesgos de clase y de raza de la enfermedad: los más ricos se hacen más pruebas y los más pobres se contagian más.

Menciona el término ‘retrotopía’, del sociólogo Zygmunt Bauman. ¿Vivimos anclados en una imagen idílica del pasado?

Bueno, el problema es que la ‘retrotopía’ nos conduce a la inmovilidad. Y supone una barrera para cualquier enmienda de mejora. Con el sistema sanitario pasa siempre lo mismo: cuando se va a cambiar, sale el mantra de “tenemos el mejor sistema sanitario”. Y está muy bien, pero lo hicimos en el año 1986. Todo ha cambiado desde entonces.

En las últimas elecciones, muchos partidos planteaban retornar a la situación previa a los recortes. A 2009. Pero esa situación ya mostraba muchas carencias. El sistema era muy débil. Y hay que tener un sistema sanitario que llegue no solo a los más necesitados, sino a los de arriba: es lo que va a lograr que la gente se lo quiera cargar. Hay que poner una marcha hacia adelante sin mirar al retrovisor, aunque sea bueno conocer el pasado.

¿Es la sanidad pública un sistema público de verdad?

Hay dos pilares fundamentales de la privatización. Uno es la financiación, donde prevalece lo público, aunque tres de cada 10 euros son privados. Eso suele responder al copago o a asistencias como óptica o dentista. Y tiene un sesgo de clase porque afecta a quien tiene las rentas más bajas.

Y donde ha entrado con más fuerza lo privado es en el ámbito de los servicios: eso que se ha denominado siempre “colaboración público-privada” deberíamos llamarlo “parasitación público-privada”. Porque lo púbico presta servicios, recursos, el alimento, ejerce como anfitrión, y lo privado actúa como parásito: tiene un contrato que le va a durar a largo plazo y sin correr ningún riesgo. No ha habido ninguna experiencia de colaboración público-privada en la que lo privado haya quebrado y haya corrido con sus riesgos. En todas las situaciones, lo que ha pasado es que se les ha rescatado o se les ha vuelto a dar la concesión. Como ocurrió en Valencia con el modelo Alzira.

En ese sentido hay voces, incluso dentro del sector, que defienden esa gestión justificando que en lo público se derrocha mucho si no hay control.

Bueno, en muchas ocasiones hay una sobrestimación de los defectos propios y una infraestimación de las virtudes ajenas. Todos los estudios que se han realizado dicen que, ni en términos de salud ni de gestión, la sanidad privada es mejor que la pública. Lo que sí sabemos es que la privada tiene menos ratio de profesionales por paciente o una menor ratio de camas por habitante.

Afirma que el sistema de salud público ejerce de “protección financiera”.

Una de las funciones principales del sistema sanitario es defender a la gente de los acontecimientos catastróficos. Surgen en una época, después de la Segunda Guerra Mundial, en la que las sociedades necesitan mano de obra sólida. Además, necesitan que la población no tuviera miedo a caer enferma o quedar en bancarrota y ahorrara en demasía, de forma que la demanda pudiera resentirse. De modo que los sistemas de salud son una forma de estímulo económico, porque, como la gente está protegida, no tiene miedo en gastar en otras cosas.

Señala que “la igualdad no es un punto de partida, sino un resultado”. ¿Cree que los gobernantes opinan lo mismo?

Ahora, viendo que algunos políticos tienen una larga lista de apellidos, que ya vienen marcados de cuna, sabemos que no partimos de una igualdad de oportunidades. Y los sistemas de salud público tienen posibilidad de reducirlo, aunque no siempre lo consiguen. Cuanto menos universales son, más amplifican la desigualdad.

Enumera cómo hay una fórmula básica para denigrar a la sanidad pública: excluyendo a los de abajo y mostrando que para los de arriba es prescindible. ¿Se ha conseguido ese desprestigio en España?

Sí. En España ha habido una denigración de libro. Existen cuatro puntos clave: por un lado, hay que crear una serie de personas que no merezcan la asistencia, que en nuestro caso son los inmigrantes indocumentados. Por otro, hay que hacer que las personas de rentas altas tengan la sensación de que no reciben nada por los impuestos que pagan. El tercer punto es destruir la capacidad de negociación de los sindicatos. Y por último, hacer ver que esto no tiene ninguna alternativa. El decreto que acabó aquí con la sanidad universal se llamaba “Real Decreto de Medidas urgentes para garantizar la sostenibilidad del sistema sanitario”. Imagínate: daba la sensación de que era lo único que se podía hacer. Eso fue seguido punto por punto y no hemos vuelto al nivel de universalidad que teníamos antes.

Indica que no se ha de pensar en la sanidad como algo ideológico.

Es que el hecho de que un sistema público tenga matices ideológicos no quiere decir que no beneficie al conjunto de la población. Hay estudios que hablan de que la igualdad de rentas supone una mayor salud hasta en las rentas más altas, en los más ricos. Por eso, lo que hay que intentar conseguir es mostrar que, aunque los sistemas públicos de salud ponen lo colectivo por encima de lo individual y limitan la libertad individual de, por ejemplo, saltarte una lista de espera simplemente porque tengas más dinero, al final es beneficioso incluso para las personas que dentro de su marco moral e ideológico lo rechazarían. Creo que en esa conquista de la hegemonía radica la sostenibilidad del sistema de salud.

Separa la sanidad de nuestro país en una especie de tres velocidades. Una es la pública, otra la de los funcionarios con seguros privados como Muface y otra la de la privada.

Hay un multinivel determinado por el escalón socioeconómico. Primero, el de los altos funcionarios (jueces y militares). Responde a una sanidad de financiación pública, pero de provisión privada. Es una herencia franquista retrógrada que no tiene ningún sentido. Debería apuntar a la extinción.

Y el otro es el de las personas que usan la privada como complementaria. Porque la privada en España no compite con la pública. No tiene capacidad para competir: lo que hace es aprovecharse de sus defectos y en muchas ocasiones, frenar el avance de lo público hacia un sistema más sostenible y más robusto.

Por último, llama la atención que aparezca al final del libro la famosa renta básica, sobre la que tanto se debate estos días. ¿Cómo repercute en la salud?

No hay muchos experimentos de renta básica porque no está tan extendida, pero sí los hay de ejemplos con rentas más o menos equilibradas. Suelen mostrar dos cosas: que tiene unos efectos muy limitados en la intención de la gente de buscar trabajo (en eso de que la gente no haría nada por trabajar) y que mejora la salud mental. Si hay una característica de este capitalismo neoliberal tardío que estamos viviendo es el daño sobre la salud mental.

En general, con todo el mundo, pero sobre todo, en las personas que están en mayor vulnerabilidad, con las que se ceba. A ese respecto, la existencia de una renta básica tiene que servir para desligar trabajo y renta y para otorgar un timón de mando: que quien la reciba pueda decidir sobre su ocio, su tiempo libre o la capacidad para negociar en trabajos donde el tejido sindical no llega (que suelen ser los más precarizados). En ese sentido, el impacto positivo de la Renta Básica sobre la salud es indudable.