El primer año de la presidencia de Donald Trump al frente de los Estados Unidos ha marcado sin duda, y de forma negativa, el balance ambiental de 2017. El magnate neoyorquino ha cumplido sus amenazantes promesas electorales en este terreno: tras situar a ejecutivos y otros profesionales vinculados con el sector de los hidrocarburos al frente de las políticas ambientales –como es el caso de Scott Pruitt, un negacionista del cambio climático, como director de la EPA, la agencia de protección ambiental, contra la que presentó numerosas demandas como fiscal– ha empezado a demoler sistemáticamente los avances registrados durante los dos mandatos de Barack Obama, seguramente los más positivos en este ámbito de la historia moderna del país.

Así, quedándose totalmente solo en el mundo, anunció la retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París –aunque la misma no podrá hacerse efectivo hasta finales de 2020, cuando él tal vez ya no ocupe el cargo– y la apuesta por el carbón y el petróleo en el marco del desmantelamiento del ambicioso Plan de Energía Limpia de su predecesor; ha reducido la extensión de espacios naturales como los de Bears Ears y Grand Staircase Escalante, en Utah; autorizado las prospecciones petrolíferas en Alaska y el Ártico, además de aprobar nuevos sondeos masivos de hidrocarburos en otras zonas del país, y ha reactivado la construcción de los polémicos oleoductos Keystone XL y Dakota Access.

El magnate apuesta de nuevo por el carbón y reduce la extensión de zonas protegidas

La nueva administración ha recortado los presupuestos de los organismos medioambientales, relajado las normas de protección de la calidad del agua y el aire, o incluso de las ballenas, y ha removido de sus puestos en las agencias federales de medio ambiente a destacados científicos para sustituirlos por escépticos o abiertos defensores de las industrias contaminantes. En una controvertida decisión que tuvo que retirar, incluso quiso autorizar que los cazadores de elefantes, entre los que se cuentan personas de su entorno, pudieran volver a introducir sus trofeos en el país.

A pesar de Trump, y a lo largo del año en que entró en vigor el Tratado de París de 2015 pero también volvieron a crecer las emisiones tras dos de estancamiento, el resto del planeta siguió avanzando, aunque sea de forma exasperantemente lenta, en la senda de la descarbonización de las actividades económicas para combatir el calentamiento global, como se plasmó en la Cumbre de Bonn en noviembre y en la One Planet convocada en diciembre en París por Emmanuel Macron asumiendo el liderazgo global abandonado por Washington.

La central más antigua

No está muy por la labor el Gobierno español, uno de los menos comprometidos de Europa en la lucha climática, que continuó un año más sin ayudar a las energías renovables y aunque cerró la central nuclear más antigua y menos rentable del país, la de Santa María de Garoña (Burgos), ha maniobrado legalmente para alargar la vida útil de las restantes más allá de los 40 años para los que fueron diseñadas. También fue uno de los que apoyaron sin dudarlo prorrogar la licencia europea del polémico pesticida glifosato

La defensa del medio ambiente siguió siendo una actividad extremadamente peligrosa, que ha costado la vida de forma violenta a 437 activistas ambientales o pro derechos humanos en 22 países, según cifras aportadas por Amnistía Internacional basándose solamente en datos de casos documentados, por lo que las reales serán con seguridad superiores. Y en un 95% quedaron impunes.

El año deja los peores huracanes en el Caribe e incendios en California o Portugal

Los efectos del cambio climático siguieron notándose en forma de sequías, fenómenos meteorológicos extremos, como una devastadora oleada de huracanes en el Caribe, tifones en Filipinas, deshielo de casquetes helados que elevará el nivel de los mares y la brutal oleada de incendios sufrida en lugares como California, Portugal o el noroeste español, que han arrasado cientos de miles de hectáreas y costado decenas de muertes humanas (las de animales son incalculables).

En España se registraron hasta el 30 de noviembre 53 grandes incendios, que convirtieron a 2017 en el peor año de los 10 últimos. Se quemaron 176.588 hectáreas, el 0,63% del territorio, y sólo en la oleada incendiaria que asoló Galicia, Asturias y León a mediados de octubre, ardieron 74.000 hectáreas, hubo que lamentar cuatro muertos y cientos personas perdieron sus hogares o posesiones.

Sin embargo, también se registraron noticias positivas. Ciudades como Madrid y Barcelona han emprendido medidas pioneras, impopulares pero necesarias, para combatir la tremenda contaminación atmosférica que sufren a diario sus habitantes, y la penúltima semana del año el Tribunal Constitucional anulaba la controvertida indemnización de 1.350 millones de euros aprobada por decreto por el Ejecutivo de Mariano Rajoy a la empresa promotora del almacén de gas submarino Castor, desestimado tras provocar cientos de terremotos en la costa mediterránea. Además, las nutrias, que son uno de los mejores indicadores de la salud ambiental de un río, han escapado del peligro de extinción y colonizan sin cesar territorios peninsulares de los que habían desaparecido hace décadas.