¿Qué es lo más absurdo del actual sistema económico?

Que cuando hemos alcanzado la mayor capacidad productiva de la historia se registren los mayores niveles de pobreza y desigualdad conocidos. Que tengamos a nuestro alcance más productos y más baratos que nunca pero a costa de perder el empleo. Que el dinero haya dejado de ser un instrumento de medida para convertirse en una mercancía en sí misma, que vive totalmente al margen de la actividad productiva. Que la economía haya perdido de vista su principal objetivo, que es el bienestar de las personas. Y que todo esto, además, lleve al sistema al colapso. Estamos al final de la escapada.

¿Y cómo se ha llegado a este punto?

Desde los años 80, las empresas se han embarcado en una carrera por la reducción de costes, desplazando la producción a los lugares donde el empleo es más barato y las regulaciones sociales y medioambientales más laxas.

Esa es la lógica del capitalismo.

Sí, pero ahora se ha llevado el espíritu del lucro hasta el paroxismo. Y durante el mismo periodo, la economía se ha impuesto a la política. Nos han convencido de que las decisiones económicas son técnicas, no ideológicas. De que vivimos en el único mundo posible, donde no gobiernan las ideologías, sino el sentido común. De que el libre comercio es bueno y el intervencionismo, malo. Y que hay que desregular la economía porque el mercado es el mejor mecanismo de asignación de recursos. Y nada de eso es cierto.

Por tanto, hay que sustituir al mercado como centro de la toma de decisiones.

El dios mercado no tiene valores morales, no hace prevalecer el bien común. Necesita reglas: hace falta una intervención estatal. La fiscalidad es un gran mecanismo de redistribución de la riqueza. A unos determinados niveles, el mercado puede ser un buen sistema, pero los objetivos los tienen que marcar las personas. Pequeñas dosis de desigualdad pueden resultar estimulantes para la actividad económica, pero la desigualdad a gran escala destroza las sociedades. El mundo académico asegura que el mercado nunca se equivoca, pero la realidad es que el acceso al mismo es desigual, la información es asimétrica, los consumidores nunca tendremos la suficiente: el mercado no es una institución democrática. Así que tiene que haber un control. Los poderes públicos deben garantizar el predominio del interés colectivo sobre el individual.

¿Hay que volver al proteccionismo económico? ¿Los subsidios a la agricultura de la UE serían un ejemplo a seguir?

Hay que descriminalizar la idea de un cierto nivel de proteccionismo. Los barcos necesitan disponer de compartimentos estancos para evitar que la carga se desplace y acabe haciéndolos volcar. Movemos de acá para allá cosas que ya tenemos solamente porque son más baratas, no porque aquí no se hagan, o no se puedan hacer. Los subsidios agrarios son una fórmula de proteccionismo, aunque lo mejor es no llegar a subsidiar.

Al final, ¿la clave del problema es la globalización?

Me niego a criminalizar el concepto de globalización. Que todo el mundo esté interconectado es bueno. El problema es que sólo se ha interconectado a nivel comercial y financiero. La globalización de la tecnología y el conocimiento también ha aportado beneficios: ha llevado internet a África. Y una globalización de la democracia, de los valores e ideas, sería muy positiva.

Pero no parece que avancemos en esa dirección: dedica gran parte de su libro La economía del absurdo a describir las inhumanas condiciones de trabajo en las fábricas textiles de Bangladesh o las plantas electrónicas de China, que ponen a nuestro alcance productos a precios imbatibles...

Las grandes marcas del mundo desarrollado van a los países pobres y subastan la producción: se la lleva el proveedor más barato. En nuestras tiendas hay productos fabricados en jornadas de 16 horas diarias, 29 días al mes, con sueldos de 30 euros. Y otros que intoxican a la gente que los fabrica, como las pantallas de los iPads. Cuando la gente aquí hace cola para comprar un nuevo iPhone, el enorme pico de demanda fuerza a los trabajadores de allí a hacer tres turnos seguidos. En las fábricas chinas del gigante taiwanés Foxconn, que produce el 40% de la electrónica mundial, donde trabajan millón y medio de personas, ha habido suicidios por esta causa.

Y afirma que todo esto nos convertirá en una sociedad low cost.

Sí, porque, mientras tanto, en nuestros países, las multinacionales que venden estos productos con enormes márgenes de beneficio destruyen empleo y ni tan siquiera pagan impuestos. Amancio Ortega sólo abona un 9%. El consumo low cost genera sociedades low cost. Y han venido para quedarse. Pero es una carrera de mínimos que conduce al colapso. Los productos son cada vez más baratos, pero los salarios cada vez más bajos. Lo que interesa a nivel individual no es lo que interesa a nivel colectivo. Al empresario le conviene pagarnos menos, pero entonces no podremos consumir. Eso acaba convirtiendo a una parte de la sociedad en prescindible. Un 20% de los trabajadores españoles están por debajo del umbral de la pobreza. En las tiendas Zara hay gente con contratos por horas, a 3 euros la hora. En esas condiciones, el concepto de ciudadanía desaparece.

Y con él, la democracia...

Esa es una de las causas de la actual desafección política. Debemos devolver el poder a la política y repolitizar la economía. Al mismo empresario le conviene que le controlen. Como dijo Keynes, “hay que proteger al capitalismo de sí mismo”.

Nos aseguran que estamos saliendo de la crisis... las lecciones de la misma, ¿contribuirán a reformar el sistema?

Me resisto a ejercer el papel de agorero, pero hay muchos elementos para ser pesimista. No saldremos de la crisis. Podremos recuperar el Producto Interior Bruto (PIB), pero no el empleo digno, ni los ingresos del Estado. Los números de las grandes empresas mejoran, pero se crea poco trabajo y de una gran precariedad. Seguiremos en la senda de los precios bajos y la globalización sólo de las mercancías. El PIB que tanto esgrimen no indica nada. Mide flujos económicos, no bienestar: ¡si nos pusiéramos todos enfermos, el PIB de la sanidad crecería enormemente! Si al menos nos dijeran que disminuye la desigualdad o que mejoran los servicios públicos... pero la cosa no va por aquí.

Ante este panorama tan aciago, ¿cómo se explica la escasa conflictividad social?

La sociedad está anestesiada. Nos han impuesto dinámicas de autoengaño, como el consumo compulsivo: ¡la gente dedica su tiempo de ocio al consumo! Las nuevas tecnologías conllevan una gran falacia: nos hacen vivir cada vez más aislados, pese a hallarnos en exposición permanente. No hay tiempo para la reflexión y el pensamiento. Es la trampa de la pobreza.

¿El consumo responsable es la vía a seguir?

En principio, el consumo responsable es algo bueno, pero acaba segmentando el mercado. La gente que demanda productos ecológicos, por ejemplo, es gente con mayor poder adquisitivo. La solución no es tanto la toma de conciencia del consumidor como que se adopten determinadas políticas.

¿Cuál es su receta?

Lo más urgente es repolitizar la economía y devolverle el poder a la ciudadanía. Y tener claro que los ciclos electorales de cuatro años no permiten tomar decisiones a largo plazo. Pero eso solamente en una fase transitoria. Los grandes retos mundiales son la desigualdad y el deterioro del medio ambiente debido al cambio climático y el crecimiento demográfico. Pueden traer guerras y tragedias terribles. El nuevo modelo está por construir: unos hablan de la economía del bien común, otros del decrecimiento,...