Poco, prácticamente nada, se sabe en este hemisferio del planeta de la épica lucha de un pequeño islote del Pacífico, Bougainville, contra el gobierno que aún rige su destino, el de Papúa Nueva Guinea, y un gigante minero mundial, la compañía británica Rio Tinto Zinc, cuyo devastador paso por el territorio acabó desencadenando una guerra.

El enfrentamiento, que duró casi 10 años (1988-1997), se convirtió en el conflicto armado más largo y sangriento del Pacífico desde el final de la Segunda Guerra Mundial, y hay en él tantos ingredientes relacionados con la defensa y la protección del medio ambiente, la resistencia, el ingenio y la autogestión que muchos la consideran la primera revolución de carácter ecológico del mundo.

El documental La Revolución del Coco, distinguido con numerosos premios, fue el primero en contar al mundo esta inspiradora y olvidada historia de David contra Goliat. Dirigido por Dom Rotheroe y producido por Darren Bender y Mike Chamberlain, el audiovisual muestra cómo una comunidad insular de 175.000 personas, hartas de ver cómo la voracidad de una empresa destruía sus frondosas selvas y bosques y contaminaba sus ríos hasta expulsar de ellos el último rastro de vida, decidió decir basta y levantarse en armas, aunque éstas no fueran al principio más que arcos y flechas.

Fue el conflicto más largo y sangriento del Pacífico desde la II Guerra Mundial

La desigual y prolongada lucha desencadenó una ocupación militar y un asfixiante bloqueo que duró siete años y dejó casi 15.000 muertos, según la Cruz Roja Internacional. Y fue durante ese largo y dramático período de aislamiento y atrocidades cuando los habitantes de Bougainville volvieron su mirada hacia la tierra, en busca de la solución a sus necesidades. Agudizando el ingenio y abrazando de nuevo su cultura ancestral, encontraron en ella –y sobre todo en el coco– alimento, medicinas, combustible para sus vehículos y energía para iluminar sus casas.

Situada al norte del archipiélago de las Salomón, Bougainville –o Mekamui, como es conocida tradicionalmente, y cuyo significado es isla sagrada– recibió en 1768 el nombre de un navegante y explorador francés del siglo XVIII, el primero de su nacionalidad en circunnavegar el globo. Durante los dos últimos siglos ha estado en manos del Reino Unido, Alemania, Australia, Japón y actualmente, de Papúa Nueva Guinea.

En 1967, cuando el territorio aún estaba bajo jurisdicción australiana, la empresa británica Rio Tinto Zinc, a través de una subsidiaria australiana, Bougainville Cooper Limited, llegó a la isla para explotar sus ricos yacimientos minerales. La mayor de sus excavaciones, la mina Panguna, se convirtió en un enorme cráter en el corazón de Bougainville. Ocupaba una superficie de siete kilómetros cuadrados y llegó a tener una profundidad de 500 metros. Era, en aquel momento, la mayor mina de cobre a cielo abierto del mundo.

La empresa, con el beneplácito del gobierno colonial, arrasó colinas, selvas y zonas de caza indispensables para la supervivencia de sus habitantes. Desplazó a buena parte de la población hacia tierras yermas y, de los beneficios económicos, apenas repartió las migajas. Surgieron las primeras protestas, pero la mina continuó funcionando. Cada día producía 1.000 millones de toneladas de residuos, que incluían metales pesados como mercurio, cobre, plomo o arsénico y que acabaron llegando al río Jahr, hoy completamente destruido, donde no es posible ni tan siquiera nadar.

En 1975, la administración de Bougainville pasó a manos de Papúa Nueva Guinea, pero todo continuó igual. De aquel país procedían la mayor parte de los empleados en la mina Panguna. Uno de los pocos nativos que tenían acceso a las instalaciones era Francis Ona. En 1988, Ona, testigo en primera línea de las devastadoras consecuencias de la actividad minera y consciente del futuro que esperaba a su gente, forzó una reunión con los propietarios de la compañía. Les pidió que cerraran la explotación e indemnizaran a los habitantes de la isla con 10.000 millones de dólares por los graves daños causados. Se rieron de él.

Lecciones de autosuficiencia

La respuesta de Ona fue asaltar la mina, robar 50 kilos de explosivos y sabotear las líneas eléctricas que la alimentaban. De inmediato, Papúa Nueva Guinea contestó reprimiendo a la población y quemando viviendas, lo que no hizo sino incrementar el apoyo popular hacia Ona. Acababa de nacer el Ejército Revolucionario de Bougainville (BRA, en sus siglas en inglés).

Clive Porabau, músico y cineasta nativo de la isla, fue uno de los muchos jóvenes que decidieron unirse a la lucha. Lo recuerda en el libro Invisible hands: Voices from the global economy (Manos invisibles: voces desde la economía global), una colección de relatos de transmisión oral publicada por Voice of Witness. “Solíamos ser entre cinco y 10 chicos en cada unidad, dirigida por un comandante un poco más mayor. Yo tenía 19 años. Al principio luchábamos con arcos y flechas, o con los palos y piedras que pudiéramos encontrar. Luego llegaron los rifles caseros. Y, al final, conseguimos las armas automáticas del enemigo”.

El enemigo eran las fuerzas de seguridad papúes, que disponían de fusiles de asalto y helicópteros y contaban con el apoyo de Australia. Sin embargo, y a pesar de la precariedad de sus arsenales, los guerrilleros del BRA se hicieron con el control de la isla. Fue entonces cuando comenzó un férreo bloqueo que duraría siete años, cuyo objetivo era dividir a las diferentes facciones para acabar con la rebelión desde el interior.

La respuesta de los habitantes de Bougainville ante el aislamiento impuesto proporciona un cúmulo de lecciones sobre cómo ser autosuficientes, aprovechar al máximo los recursos agrícolas y naturales de una zona y cómo reciclar y reutilizar cualquier material disponible. Todas las familias volvieron a cultivar huertos y aprendieron a utilizar el coco, usando desde la piel a la pulpa, para alimentarse, curar heridas, repeler insectos, hacer jabón o alimentar lámparas.

El coco proporcionó alimento, medicinas e incluso combustible para los coches

Con los restos de la maquinaria de la mina y viejos motores, los nativos construyeron casas y consiguieron dotarlas de electricidad, poniendo en marcha hasta 60 minicentrales hidroeléctricas. Incluso descubrieron cómo producir combustible para los vehículos todoterreno a partir del aceite de coco, que se reveló mucho menos contaminante y capaz de permitir el doble de kilometraje que la gasolina normal. Aun así, mucha, demasiada gente, murió durante el bloqueo, víctimas de enfermedades como la malaria o la disentería.

En 1997, con la guerrilla prácticamente derrotada, el gobierno de Papúa Nueva Guinea jugó una nueva carta: contrató los millonarios servicios de la compañía británica de mercenarios Sandline International. Querían aplastar, de una vez por todas, la insurrección. Pero nadie contaba con la reacción que el desembarco de los privilegiados soldados de fortuna provocaría entre los militares de Papúa Nueva Guinea quienes, cansados de años de luchar y morir en Bougainville por un sueldo miserable, iniciaron una protesta que culminaría con el abandono de la isla por parte de las tropas privadas.

Arrancó entonces un proceso de paz que culminó en 2001 con el reconocimiento por parte del Gobierno de Port Moresby de la Región Autónoma de Bougainville. El acuerdo, que dotaba de más autonomía a la isla pero seguía manteniéndola bajo el control papú, también implicaba su desmilitarización y la convocatoria de un referéndum de independencia, previsto para este 2015.

Este, sin embargo, podría retrasarse, explica Clive Porabau, quien continúa informando sobre el proceso de paz y la larga lucha de su pueblo. “Antes hay que construir carreteras y hospitales. Además, muchos de nosotros pensamos ¿por qué preocuparnos por un referéndum cuando hemos perdido 20.000 vidas para conseguir ser independientes? Nuestro sacrificio demuestra que queremos la independencia, así que negociemos directamente por ella”, argumenta.

Mientras tanto, la compañía británico-australiana Rio Tinto contempla seriamente volver a abrir sus minas de oro y mercurio en Bougainville, cerradas en 1988. Y, lentamente va ganando apoyos entre una población exhausta, que tras muchos años de dolor y penalidades, ve en su reapertura la posibilidad de volver a ser “económicamente independientes”. Podría ser el triste final de la historia de la primera revolución ambiental.