Más de la mitad de la población de Camboya, país con un censo que supera los 13 millones de habitantes, carece de acceso al gas o la electricidad como fuentes de energía. Sin embargo, un dispositivo que aprovecha los residuos orgánicos procedentes de las actividades agropecuarias —principalmente el estiércol— para producir biogás y fertilizante mediante el proceso de digestión anaerobia, está mejorando significativamente la vida de muchos campesinos camboyanos.

Más de 21.000 familias, unos 100.000 beneficiarios, cuentan ya con un biodigestor que les permite disponer de gas de origen orgánico con el que cocinar e iluminar sus viviendas y les evita tener que realizar desplazamientos de hasta dos y tres días al bosque para recoger leña. Y, con ello, previene la consiguiente deforestación. Porque es con madera y con llama abierta dentro de las casas como suelen cocinar sus alimentos en los hogares de esta parte del sudeste asiático.

Una familia campesina quemaba una media de 195 kilos de leña al mes para cocinar

Camboya tiene uno de los índices de deforestación más elevados del mundo. Entre 2000 y 2012, según el estudio Cambio Forestal Global, que desarrolla la Universidad de Maryland (Estados Unidos) basado en el análisis de imágenes de todo el planeta captadas por satélite, el país perdió más del 7% de su cubierta forestal, la quinta tasa de destrucción de arbolado más elevada del planeta, sólo superada por las de Malasia, Paraguay, Indonesia y Guatemala. En este período, casi 12.600 kilómetros cuadrados de bosque fueron destruidos, mientras solamente se generaban 1.100 kilómetros cuadrados de nueva masa vegetal.

Desde 1973, el porcentaje de selva respecto a la superficie total del país ha caído del 72% al 46%. La tala ilegal y la expansión industrial están detrás de estas cifras. Para combatir este problema, el Gobierno camboyano impulsa desde 2004 el Programa Nacional de Biodigestores (NBP, por sus siglas en inglés), con el que pretende mejorar las condiciones de vida de las comunidades campesinas protegiendo a la vez los bosques, de una gran riqueza biológica.

Los biodigestores, una pequeña construcción subterránea de unos 4,8 metros cúbicos, utilizan un sencillo sistema natural que descompone en agua la materia orgánica —residuos animales y vegetales—, generando una combinación de metano y dióxido de carbono que es convertido en biogás con el que proporcionar energía a la cocina y las lámparas de las casas. En algunas viviendas se conecta un retrete sanitario con el depósito para reciclar los residuos humanos, lo que redunda en una mejora de las condiciones de salubridad domésticas.

El sistema capta y almacena metano y óxido nitroso, gases que provocan 20 y 300 veces mayor efecto invernadero que el CO2, respectivamente , así como sulfuro de hidrógeno y amoníaco, responsables de la lluvia ácida. Al quemar el biogás, lo único que se libera a la atmósfera es CO2, la misma cantidad que fue utilizada por los vegetales para producir la biomasa.

Abono de alta calidad

El uso de un biodigestor durante sus 10 años de vida útil media evita la tala de 270 árboles, lo que equivale a reducir las emisiones en 47,9 toneladas de CO2. Su precio oscila entre los 80 y los 800 euros, aunque la mayoría de las familias suele quedarse con un modelo de tipo intermedio, de unos 440 euros, de los que el Gobierno subvenciona 120 a través de un programa de ayudas. La inversión queda amortizada en los dos primeros años.

Hasta la instalación de los biodigestores, un hogar de la zona consumía una media de 195 kilos de madera al mes para cocinar. Hoy, esta cantidad no alcanza, en el peor de los casos, ni los 6 kilogramos. Una reducción que supone un ahorro de 7,5 euros mensuales a unas familias que en muchos casos viven con menos de 1,6 euros por persona al día.

Pero, además de los beneficios económicos y ambientales, el sistema permite a los campesinos un gran ahorro del tiempo antes destinado a la recolección de madera, en viajes que podían alargarse varias jornadas, debido a que las zonas aún no deforestadas quedaban cada vez más lejos de las aldeas. Un tiempo que el clan familiar puede ahora dedicar a los cultivos y el ganado y, en el caso de los más pequeños, a estudiar en la escuela.

El país asiático sufre la quinta mayor tasa de destrucción de bosques de todo el planeta

El líquido obtenido en el biodigestor es además un abono orgánico de la mejor calidad, lo que reduce enormemente los gastos en fertilizantes químicos para los huertos. La utilización de este producto natural supone, según un estudio realizado por el Gobierno camboyano, un ahorro medio para los agricultores de casi 30 euros anuales y una mejora en el rendimiento de las cosechas de un 31% —lo que para un productor medio de arroz con 2,3 hectáreas de tierra puede representar un ingreso extra de hasta 145 euros al año—.

El único inconveniente es que el compost debe ser almacenado adecuadamente, en silos protegidos del sol y la lluvia, para evitar su deterioro y menos de una cuarta parte de las granjas camboyanas cuentan con un depósito adecuado para ello.

Otra de las ventajas del uso de las instalaciones biodigestoras es la mejora de la salud de sus usuarios. Las familias dejan de inhalar el humo generado por la combustión de la madera, causante de problemas oculares y pulmonares, que a su vez implican un desembolso económico considerable en gastos médicos o farmacéuticos para una población sin apenas recursos. También los animales, al estar más limpios los establos, contraen menos enfermedades y su mortalidad es menor.

Debido a su diseño simple y a su construcción con materiales baratos y de fácil obtención, los biodigestores de bajo coste se han popularizado en territorios en desarrollo desde la década de los años 80 del pasado siglo. El Red Mud PVC, un depósito portátil para compostaje diseñado en Taiwán, fue la semilla que hizo posible el desarrollo de esta técnica. La tecnología se ha extendido y perfeccionado en países como Colombia, Etiopía, Tanzania, Vietnam, Camboya, China, Costa Rica, Bolivia, Perú, Ecuador, Argentina, Chile y México.