Los Ángeles es sin duda una de las ciudades icónicas para el automóvil. Sus enormes autopistas urbanas superpuestas llenas a rebosar de coches se han convertido en una de las imágenes más recurrentes de la civilización contemporánea. Pero, no hace tanto, esta megaurbe, que se extiende como una mancha de miles y miles de casas unifamiliares –lo que los americanos bautizaron como sprawling– disfrutaba de una de las mejores y más extensas redes de tranvías del mundo.

El coche se convirtió en el símbolo del progreso social y la libertad individual

Después del progresivo desmantelamiento de la misma a lo largo de los años 30 del pasado siglo cobró fuerza una teoría de la conspiración que acusaba al fabricante de automóviles General Motors, la petrolera Standard Oil y al productor de neumáticos Firestone de haber comprado las dos principales compañías ferroviarias –la National City Lines y la Pacific City Lines– para cerrarlas y así obligar a los angelinos a depender de la compra de un vehículo privado. Esta tesis, conocida como la Conspiración de los Tranvías de General Motors llegó incluso al Senado, de la mano del abogado Bradford Snell, durante la década de 1970, y fue el eje de la trama de la película ¿Quién engañó a Roger Rabbit?

Pero ¿existió realmente esta conspiración? Un extenso reportaje de la BBC aborda la situación para, en principio rechazarla o, más bien, explicarla en su contexto. “La gente tiende a buscar explicaciones simples a problemas complejos”, explica el profesor de la Universidad de California-Los Ángeles (UCLA, por sus siglas en inglés) y uno de los principales estudiosos del sistema de transporte en el país, Martin Wachs, citado por el portal de la televisión pública británica.

El desmantelamiento de las líneas de tranvías en Los Ángeles –y en la mayoría de las grandes ciudades estadounidenses– empezó en la segunda mitad de la década de los 30. En plena incipiente recuperación económica después de la quiebra financiera de 1929, el coche propio se convirtió en el símbolo del progreso social y la libertad individual.

Si a ello sumamos el bajo precio del petróleo, el desconocimiento de los efectos ambientales de la época y el descrédito en el que habían caído las compañías de tranvía durante la Gran Depresión por la degradación de sus servicios, se entiende que el terreno estuviera abonado para lograr un predominio del transporte privado que sólo ahora, más de 70 años después, empieza a cuestionarse.

Más cómodo, eficaz y popular

Este cambio de modelo no fue casual ni llegó de forma natural, sino que estuvo apoyado por enérgicas políticas públicas y privadas. Para empezar, la construcción de carreteras corría a cargo de la Administración, mientras que las vías de tranvías debían ser sufragadas por las propias compañías privadas, con lo que resultaba imposible competir con los primeros autobuses o los propios coches. La gasolina resultaba muy barata gracias también a una política fiscal claramente diseñada para favorecer a las grandes petroleras del que, por entonces, era el principal productor y exportador mundial de oro negro.

En este contexto, la supervivencia de los tranvías comenzaba una cuenta atrás que los llevó a una extinción que no empezó a cuestionarse hasta los años 70, cuando se dispararon los precios del petróleo y numerosas ciudades –no sólo en Estados Unidos, sino también, por ejemplo, Barcelona o Madrid– lamentaron amargamente haber arrancado los raíles de sus ferrocarriles urbanos.

Pero, además, la conspiración corporativa existió y hasta fue demostrada judicialmente. En 1951, un tribunal del estado de Illinois declaró culpables a General Motors y sus socios de favorecer los incipientes autobuses en contra de los tranvías –también de su propiedad– para incrementar sus negocios en carrocerías, neumáticos y gasolina.

En 1951, un tribunal de Illinois declaró culpables a General Motors y sus socios

La demanda fue ganada tras el descubrimiento, en 1946, por parte del teniente retirado Edwin J. Quinby, del control de las compañías de tranvías por sus más directas competidoras, que hasta el momento se había mantenido en secreto. La condena, pero, se limitó a una simbólica multa de 5.000 dólares, al no considerarse probado que había existido una operación concertada para monopolizar el transporte público estadounidense.

Esta presión para conseguir el desmantelamiento de las redes ferroviarias en favor del transporte privado no se limitó a los Estados Unidos. Las grandes corporaciones automovilísticas, por ejemplo, decidieron implantar en Brasil sus factorías para la producción en América Latina tras convencer a la dictadura militar que entonces gobernaba el país de que se deshiciera de los raíles urbanos.

De la misma forma que, hoy, las grandes corporaciones presionan a políticos y gobiernos para lograr cambios legislativos, fiscales o políticos que les favorezcan –o frenar aquellos que les perjudiquen–, como se puede ver en los terrenos de la sanidad o la red de distribución urbana de agua, durante décadas, fabricantes de coches y neumáticos y petroleras ejercieron su labor de lobby para conseguir un marco legal que permitiera al automóvil privado convertirse en el medio de transporte más cómodo, eficaz y popular.

Para ello fue necesario frenar las inversiones en transporte público y dar prioridad a las destinadas a carreteras, favorecer el mantenimiento de un petróleo barato y combatir cualquier decisión que limitara el acceso de los coches a los centros urbanos. Y, más de 80 años después, esta conspiración continúa.