El 4 de marzo de 2012, 177.685 madrileños votaron en una consulta ciudadana no vinculante sobre la posibilidad de privatizar el Canal de Isabel II, que abastece de agua prácticamente toda esta área metropolitana de la capital española y es una de las empresas públicas más antiguas de España.

El gobierno de la Comunidad de Madrid, del Partido Popular, defendía que la venta de un 49% de las acciones era necesaria para reducir el déficit público y que, además, la gestión privada resulta mucho más eficiente que la pública, por lo que al final los beneficios también redundarían en favor de los ciudadanos.

Finalmente, la privatización acabó posponiéndose sine díe. Oficialmente, no por las movilizaciones ciudadanas, sino por la imposibilidad de encontrar un comprador dispuesto a pagar el precio pedido.

Empresas de aguas devueltas al sector público mejoran el precio y la calidad 

Este intento del gobierno autonómico madrileño bien podría ser el último gran movimiento privatizador del abastecimiento de aguas. Ahora mismo, la tendencia europea, mundial y, poco a poco, española es justo la contraria. La remunicipalización de este servicio básico –tan básico que incluso se considera un derecho humano fundamental– gana adeptos día a día.

Los pioneros españoles de esta recuperación son la mancomunidad de 17 municipios sevillanos –con más de 300.000 habitantes– abastecidos por la empresa Aguas del Huesna. En 2007, decidieron devolver al ámbito público la empresa privatizada en 1994. La decisión la impulsaron 13 años de mala gestión, sobrecostes e incumplimientos por parte de la sociedad privada explotadora. Desde entonces, Aguas del Huesna ha vuelto a los beneficios –que son reinvertidos en los municipios afectados–, ha reducido la tarifa para los abonados y ha mejorado la calidad del agua de boca.

Tras este ejemplo, no paran de multiplicarse los municipios que optan por esta opción, aunque la mayoría son de pueblos pequeños, e incluso pedanías. Uno de los mayores es Manacor, en Mallorca, con 40.000 habitantes, que apostó a finales del año pasado por recuperar el servicio de la empresa Aguas de Manacor tras 27 años de gestión privada. Los altos niveles de nitratos detectados –se llegó a recomendar a las embarazadas no beber agua del grifo–, la opacidad en las cuentas y la falta de inversiones para prevenir fugas y pérdidas del caudal fueron cruciales a la hora de tomar la decisión.

También Arenys de Munt, localidad barcelonesa de 8.500 habitantes, optó por la recuperación de lo público y por implantar una nueva tarificación que beneficiara a las rentas más bajas, las familias numerosas y también a los ahorradores, consiguiendo reducir el despilfarro. Sin embargo, la empresa Sorea, del Grupo Agbar, les reclama judicialmente 600.000 euros por unas supuestas inversiones que una auditoría de la Diputación de Barcelona niega que se hicieran.

Es precisamente la resistencia de las empresas concesionarias –normalmente en manos de grandes conglomerados empresariales– y la amenaza de tener que pagar altos costes e indemnizaciones lo que más frena a los ayuntamientos que se plantean recuperar su abastecimiento de aguas.

Transporte y energía

Pero en Europa las cosas funcionan de forma diferente. Ciudades como París o Berlín ya han dado el paso, con reducciones importantes en las facturas de los abonados, fondos de solidaridad para las familias sin recursos para pagarlas e incluso beneficios –35 millones en la capital francesa– que pueden usarse con objetivos sociales.

Y en Italia, un referéndum vinculante, impulsado por miles de firmas recogidas por una plataforma popular, consiguió vetar legalmente cualquier privatización. En global, solo el 30% del abastecimiento europeo continúa en manos privadas, una cifra que en España se eleva hasta el 50%.

En los últimos meses han aumentado las protestas contra el encarecimiento de los abonos del transporte público en algunas grandes ciudades, como por ejemplo en Barcelona; contra la reducción de servicios y calidad, como en Valencia, o para rechazar la privatización parcial de algunas empresas clave, como Renfe.

Aunque la mayoría de empresas de transporte público –sobre todo urbano y ferroviario– aún son de titularidad pública, en los últimos años se han reducido las aportaciones económicas –especialmente las partidas de la administración estatal– para hacer viable un servicio que resulta básico para millones de personas y del que depende el normal funcionamiento de las grandes áreas metropolitanas.

La tendencia gana fuerza en Europa, con ejemplos como los de París o Berlín

Los defensores de este tipo de transporte opinan que las aportaciones de dinero público para su sostenimiento no son un “gasto”, sino una “inversión” que produce muchos beneficios sociales, ambientales e incluso económicos. La asociación Promoció del Transport Públic (PTP) pone el acento, por ejemplo, en las más de 3.500 muertes que se producen anualmente por la mala calidad del aire –relacionada directamente con la movilidad privada– según datos oficiales de Sanidad.

También el repunte de la siniestralidad viaria, la imposibilidad para los accesos urbanos de absorber más vehículos privados o la necesidad de facilitar a desempleados, estudiantes y trabajadores precarios una movilidad suficiente para sus necesidades que no hipoteque su presupuesto se encuentra entre los argumentos. Además, se denuncia la sinrazón que supone acometer recortes en transporte público al mismo tiempo que se destinan 2.400 millones de euros al rescate de autopistas.

Desde PTP se pone el acento en la necesidad de ganar viajeros para hacer más económico y sostenible el transporte público, y por eso proponen una tarifa plana asequible, en la que salga a cuenta hacer todos los viajes en esta red y sacar coches de calles y carreteras.

Aunque ya hace años que las ONG trabajan sobre este concepto, hasta los últimos inviernos no ha empezado a conocerse de forma masiva la llamada pobreza energética. Con la crisis y los recientes aumentos en los recibos de la luz y el gas, son muchas las familias que no pueden permitirse pagar la calefacción en invierno, lo que puede convertirse en un problema incluso de salud pública, ya que llega a provocar enfermedades y muertes, sobre todo entre la gente mayor.

Hasta el momento, asociaciones de consumidores, ONG y movimientos sociales han puesto el acento en criticar las subidas de la factura y en la relación entre el Gobierno y el oligopolio eléctrico. Una relación privilegiada que explicaría la penalización a las energías renovables, los ataques al autoconsumo y el rescate de desastres económico-ambientales como la planta de almacenamiento de gas Castor.

Por ahora, pues, prácticamente nadie se plantea seriamente la recuperación pública de la red de producción y distribución energética, aunque la cuestión ya figura en el programa de formaciones políticas emergentes como Podemos. Pero otra vez debemos mirar a Europa para encontrar ejemplos de recuperación de redes locales de distribución que han permitido abaratar los recibos de la luz, formalizar el tránsito hacia las energías renovables y evitar los abusos y opacidades del modelo privatizado.