La carta de algunos restaurantes de Puerto Williams, la localidad más austral del planeta, en la Tierra del Fuego chilena, incluye platos a base de castor. La Picá del Castor lo prepara “escabechado con puré al merkén” (un aliño a base de pimiento picante). La ración sale por unos 15 euros y se prepara bajo demanda con 24 horas de antelación.

Pero su carne, magra, fuerte y oscura, no tiene mucho éxito. No puede competir con el congrio o la gigantesca centolla, las estrellas de la gastronomía local, de cuya tradición nunca formó parte. Apenas lo piden un puñado de los contados 5.000 turistas que llegan cada año a la isla Navarino

Un ejemplar disecado de pie sobre sus patas traseras preside la barra del establecimiento. Una empleada confiesa que le incomoda servir castor porque “me dan pena”. Se trata de un animal cuya imagen resulta simpática para la mayoría de la gente.

Pero también es un despiadado invasor que está destrozando los bosques más meridionales de la Tierra. El gobierno chileno lo ha declarado “especie perjudicial o dañina”. Y la guía Lonely Planet de Chile sugiere que “el viajero puede colaborar con su erradicación pidiéndolos de cena”. 

Un vuelo a baja altura sobre la isla Navarino, en cuya costa norte se encuentra Puerto Williams, permite apreciar los estragos que provocan los castores en las tupidas selvas magallánicas de lengas, ñirres y coihues, los únicos árboles que resisten el duro clima de este territorio situado a apenas un millar de kilómetros de la Antártida.

Los roedores son muy prolíficos y carecen de depredadores en la región subantártica

En medio del dosel vegetal se abren infinidad de extensos claros cubiertos por láminas de agua y turberas y rodeados por cientos de fantasmagóricos troncos de árboles muertos. Ni siquiera el ser humano, que no llegó a estas tierras hasta hace 6.000 años, ha alterado tanto el medio como lo han hecho las castoreras.

Por una vez, no son las construcciones humanas las que han echado a perder un hermoso paisaje. Aunque en este caso el hombre es igualmente el responsable de los daños. Los roedores, originarios de Canadá, fueron introducidos en 1946 en la parte argentina de la isla Grande de Tierra del Fuego para explotar sus pieles. En noviembre de ese año, la Armada liberó 25 parejas de Castor canadensis cerca del lago Fagnano. Se había desatado una catástrofe ambiental.

Un hábitat favorable, con abundancia de recursos, y la ausencia de depredadores (en América del Norte son cazados por lobos, osos, pumas, caimanes, gatos monteses y linces), les permitieron reproducirse sin mesura y colonizar nuevos territorios avanzando entre tres y seis kilómetros anuales. Tras cruzar la frontera chilena, en 45 años ocupaban toda la isla, de casi 48.000 kilómetros cuadrados (la extensión de Aragón).

Y no se quedaron ahí. Su facilidad para nadar los llevó al resto del archipiélago (aunque tampoco es descartable que contaran con alguna ayuda humana). Alcanzaron la isla Navarino, al otro lado del Canal de Beagle, en 1962, y más tarde Picto, Nueva, Lenox, Hoste y Dawson. Incluso atravesaron el estrecho de Magallanes para desembarcar en la península de Brunswick, en el extremo sur del continente, donde existen ya cuatro focos que al parecer están siendo controlados por pumas y zorros.

Hoy se estima que más de 100.000 castores habitan en la región, y que han arrasado unas 23.500 hectáreas de bosque magallánico acabando con una media de 14,8 toneladas de biomasa leñosa por hectárea. Según creen los especialistas chilenos y argentinos, el invasor copa entre el 90 y el 100 de las redes hídricas del archipiélago con densidades que pueden llegar a alcanzar las 5,85 colonias por kilómetro.

El impacto ambiental de una pareja de castores es muy grande. El roedor, que pesa una media de 16 kilos –pero puede alcanzar los 40–, es un mamífero acuático. Cuando se instala en un río derriba, royéndolos con sus fuertes incisivos, un gran número de árboles para construir, con madera, piedras y fango, un gran dique de hasta 1,5 metros de alto y 100 de largo que eleva el nivel de las aguas para que su madriguera sea accesible tan solo buceando. Eso lo hace sentirse a salvo de unos enemigos que en la región subantártica no tiene.

Contaminación del agua

Y para lograrlo debe acabar con un bosque entero. Los árboles que no tala mueren igualmente por la inundación (el 87,8%) o la pérdida de la corteza (el 12,2%), de la que se alimenta. El embalse altera seriamente tanto el entorno donde se ubica como los situados aguas abajo. Es una amenaza para los vertebrados, invertebrados y plantas autóctonas. “Van dejando una cinta de muerte en la biodiversidad acuática”, sentencia Bárbara Saavedra, directora de la Wildlife Conservation Society en Chile.

La notable adaptabilidad y la elevada tasa reproductiva del castor agigantan el problema. Viven unos 10 años y tienen una camada anual de entre tres y siete crías tras un periodo de gestación de tres meses. Y su impacto no es solamente ambiental: un estudio de 1999 evaluó las pérdidas económicas causadas a la agricultura y los recursos forestales en más de un millón y medio de dólares.

“Las castoreras provocan la destrucción del bosque de ribera y la desestabilización del suelo, la alteración del régimen de luz por la apertura de claros, la modificación de la estructura del hábitat del ecosistema acuático, una notable expansión de las áreas húmedas, cambios en el drenaje y la profundidad de la capa freática y acumulaciones de sedimento y materia orgánica que modifican los ciclos de nutrientes en los bosques autóctonos”, enumera Nicolás Soto, biólogo y responsable de Protección de Recursos Renovables de la región de Magallanes y Antártica Chilena.

En los estanques de los castores hay siete veces más carbono, 3,5 veces más nitrógeno y 1,85 veces más fósforo orgánico que en las aguas donde no habitan. “La contaminación se produce porque el agua está estancada; por la tala de la lenga, que es un árbol con un ácido muy fuerte, que cuando está recién cortado desprende un olor como de alcohol, y por la acumulación de sus propias heces”, explica Mauricio Chacón, jefe de guardas de Karukinka, una reserva natural privada de la parte chilena de la isla Grande.

Se los caza a tiros o con trampas avaladas por un certificado 'humanitario'

A finales de los 90 se tomó finalmente conciencia del problema y se empezaron a adoptar medidas para frenar la invasión a ambos lados de la frontera. En Chile se autorizó la caza comercial del castor y se puso en marcha un plan de control de la especie, estimando que sería necesario eliminar unos 7.000 ejemplares al año.

Las autoridades adquirieron miles de trampas ConiBear 330, diseñadas en Canadá para matar castores de manera humanitaria –están certificadas por los International Humane Trapping Standards–. Se adiestró en su manejo a varios cientos de personas y se les ofrecieron incentivos económicos por cada pieza cobrada: 5 dólares norteamericanos por cola y 10 por piel “seca y estaqueada”.

“Hay dos únicas maneras autorizada de matar castores en Chile. Una es la ConiBear. El golpe que les pega los deja vivos como máximo 300 segundos. La otra forma es a balazos, aunque nosotros aquí no lo hacemos. Y se pueden cazar todo el año, porque en Chile se les considera especie dañina”, explica el jefe de guardas Chacón.

Entre 2005 y 2006, los tramperos acabaron con 11.700 ejemplares. Además, según las estadísticas, en los cepos cayeron otras especies invasoras de la zona: 250 ratas almizcleras, 234 visones y 69 cerdos y 74 perros asilvestrados.

Desde entonces no se han parado de eliminar castores para tratar de contener su población. Está en marcha un nuevo Programa de Control de Fauna Invasora 2012-2015 –también son un grave problema en la zona el visón, el jabalí e incluso el conejo europeo–. Entre otros objetivos, trata de impedir la expansión del roedor por el continente y de sensibilizar a la población.

Los gobiernos de Buenos Aires y Santiago han empezado a trabajar de forma coordinada contra la plaga. Incluso han pedido fondos para ello al Banco Mundial. Algunos sectores plantean la necesaria recuperación de los ecosistemas dañados. Pero eso es todavía prematuro. Primero hay que acabar con los castores, algo que costará todavía mucho tiempo y mucho dinero. El objetivo de lograrlo para 2015 parece muy lejano.

Aunque sería el ideal, la erradicación definitiva no parece probable. Soto admite que “la evolución objetiva de los hechos muestra un escenario desfavorable” de cara a impedir el avance de la especie en las islas y la parte suroccidental del continente. Por de pronto, cree que habrá que conformarse con “el control y mitigación sostenidos de los impactos, ayudando a la restauración cuando sea posible”. El roedor constructor de diques está ganando la batalla.